A D. José Flores

Por Faustino Arcas
Leyendo un libro sobre los griegos de hace siglos, de un tal Montanelli, cuando habla sobre el inicio de la filosofía en Atenas, cita a Protágoras de Abdera, fundador de la escuela sofista y que, según parece, uno de sus mayores logros estuvo en postular la duda como principio de profundizar en el conocimiento humano.

Pero si traigo aquí esta referencia, es por el comentario que hace el autor sobre este personaje, diciendo lo siguiente: “Sus discípulos habían sido numerosos porque, si es verdad que él pedía seis millones a los ricos, también es verdad que había enseñado gratis a los que, en el templo, le habían jurado ante Dios que eran pobres; curioso proceder para un hombre que decía no creer en Dios”.

Estas palabras han resonado en mi interior como ya percibidas y sentidas. Me he reconocido en ellas, no porque fuese yo el que las pronunciase, sino porque he oído unas bastante similares en boca de algunos amigos, cuya sinceridad está fuera de toda duda.

En estas ocasiones se referían precisamente a un hombre con el que tuve una relación diaria durante varios años de mi juventud, y que se llamó D. José Flores; bueno, así es como le llamaba todo el mundo, en especial sus alumnos entre los que me encontraba, porque su nombre real era José Martínez López Flores. Y no es que yo le quite el don, que lo merecía de todo punto; es cosa de la muerte, que a todos nos iguala y que ningún título reconoce. Porque D. José ya murió, dejándonos un recuerdo que, al menos en mi caso y en el de muchos otros que conozco, es de gratitud y afecto.

No conozco bien la vida de mi profesor, pese a ser el padre de mis amigos Rogelio y Alberto, y de aquella preciosa niña que llamábamos Marujín, que nos dejó a la edad en que se empieza a soñar, es decir, muy temprano; y a pesar de ser muy amigo de mi padre y de vivir justo enfrente de mi casa, en el número uno de la calle Castelar, esquina de la Glorieta.

Cuando digo que no conozco mucho su trayectoria es porque D. José no era dado a hablar de su pasado y, claro está, menos con sus alumnos. Por otra parte, el mundo de los jóvenes, y en este caso el mío, estaba lejos del de los mayores, que siempre parece más aburrido y complicado.

Era un hombre alto, fuerte y con ademanes rotundos; creo haber oído que en su juventud había practicado la lucha grecorromana. También sé que era ingeniero, que había trabajado en la estación del ferrocarril y que, cuando yo le conocí, impartía clases de matemáticas, ciencias naturales, dibujo, y de alguna cosa más, a los alumnos de Bachillerato.

En la planta superior de la casa daba clase a los más pequeños doña Amalia, su mujer, reflejo de la bondad y la ternura en el mundo. Y recuerdo cómo la voz potente de D. José resonaba en la habitación cuando, habiendo aumentado el ruido en la planta de arriba, mandaba callar de forma enérgica, a la vez que acompañaba la orden dando golpes sobre las libretas que estaban situadas en su mesa de despacho.

Ahora que lo escribo, recuerdo lo que me gustaba aquella mesa tan grande, de buena madera y con sus filas de cajones a los lados. Siempre pensaba que, de grande, me gustaría tener una así en mi despacho. La vida no me lo ha permitido, nunca he tenido un despacho propio o, mejor, un despacho propiamente dicho, como era aquel.

También era D. José un gran dibujante, tanto de artístico como de dibujo lineal; todavía recuerdo el cuadro donde aparecía una máquina del tren, dibujado por él, que tenía en el despacho donde dábamos las clases. Me parecía realizado con una perfección extraordinaria: aquellas zonas de sombras conseguidas juntando más los trazos, con una limpieza que sólo se pueden conseguir siendo un artista del tiralíneas.

Bajo su capa de energía y contundencia, se escondía un hombre bueno, al que muchos aguileños le debemos el que nos enseñara los primeros pasos de la ciencia y, lo que es más importante, nos hiciese ver que es necesario soñar; su gran lección, que debimos haber aprovechado en más alto grado.

Mi recuerdo se quedó impregnado de aquel mundo imaginario en que su fértil imaginación nos hacía vivir lo irreal como posible, y que su denodado optimismo proyectaba como realizable. Ejercicio que habría de ser imprescindible en todo aprendizaje de los jóvenes, para que después podamos inventarnos la vida, dotándola del color y aroma necesarios. Aunque eran más los proyectos que las posibilidades de realizarlos, siempre nos podía quedar esa ilusión iluminada, que abre a la esperanza.

No sé si era aficionado a la poesía, pero su espíritu era propicio al ensueño, a la quimera, a lo imposible, que describía de forma tan real y pormenorizada que nos parecía estar viviéndolo; ello, y el ser amigo de mi padre, le llevó a participar de forma activa en una reunión “de chalaos”, como en el pueblo se les conocía, que se llamó El Quirófano; de la que no voy a decir nada, porque ya reflejé cuanto de ella recuerdo y he podido recopilar en un largo estudio, a fin de que quedara constancia por escrito de lo que fue esta peña literaria en la vida de Águilas.

No obstante, sí quiero decir que en aquella reunión, donde se hablaba de temas del espíritu y donde las opiniones eran distintas por proceder de personas con realidades diversas, la opinión de D. José fue en muchas ocasiones aceptada por la mayoría como punto de encuentro y acuerdo de los diversos enfoques.

Era un gran trabajador; puedo dejar constancia de ello porque desde mi casa le veía día y noche corrigiendo los ejercicios que a diario nos mandaba. Mirara cuando mirara para su ventana, siempre le veía en su mesa trabajando, y gran cantidad de veces con la luz encendida hasta altas horas de la noche. No es que se llevara trabajo a casa, sino que su casa era el lugar de trabajo y, lo que es más importante, el trabajo ocupaba la mayor parte de su tiempo: nunca le vi pasearse por la Glorieta, ir al cine, ni siquiera al fútbol, que me consta le gustaba.

Ciertamente que en algunas ocasiones, su forma de hacernos entender que habíamos de estudiar iba más allá de lo deseable: al menos eso podíamos pensar los alumnos, pero me consta, porque en alguna ocasión fui testigo de ello, que eran los mismos padres quienes le instaban a emplear mano dura cuando fuese necesario. Hemos de pensar que eran otros tiempos y la autoridad del maestro estaba a salvo de toda duda; por otro lado, no debemos olvidar que costaba mucho sacrificio ganar el dinero que se necesitaba para que los hijos pudiesen estudiar, de ahí la necesidad de que se hiciese con el mayor aprovechamiento.

Esa actitud, en la que D. José iba más allá de lo habitual, significaba un alto grado de interés por el futuro de sus alumnos; a la vez que el esfuerzo de los padres era tomado como algo personal, como algo que a él le afectaba directamente, más allá de su deber de enseñar.

Este aspecto, que fue una constante en su trayectoria profesional, encierra una gran lección de honradez para con su trabajo y de amor al prójimo, que me consta tenía y practicaba.

Como a todos nos ocurre, D. José podía tener sus fallos pero, incluso en ellos, manifestaba su forma de desear el bien a todos. El tratar y querer para sus alumnos lo que para sus propios hijos quería, debería hacernos reflexionar, más allá de cualquier otra consideración.

Aunque la injusticia le había privado de ejercer su profesión, lejos de amargarse por ello y estar resentido contra la sociedad, su honradez y autoestima le llevaban a realizar el trabajo diario con el máximo interés y dedicación.

Me consta que varios aguileños de aquella época pudieron terminar sus estudios gracias al interés de D. José, que le llevaba incluso a renunciar a los emolumentos que como profesor percibía. Hecho que pone de manifiesto su notable altruismo, teniendo en cuenta que en aquella época las remuneraciones eran muy bajas y, además, que suponían su única fuente de ingresos.

Creo que tenía yo motivos para que, al oír lo que hacía aquel otro profesor de Abdera, me viniese a la memoria, o más bien al corazón, lo que fue la vida de mi profesor y vecino, pues como aquél, también “había enseñado gratis a los que, le constaba, no tenían medios para pagar sus honorarios”.

Por todo lo anterior, quiero terminar proponiendo a quien corresponda que se haga algún reconocimiento oficial a tan buen aguileño. A falta de mejores ideas, creo que podría ser una cosa original, y que a él le podría gustar, el imponer al árbol de la Glorieta, frente a su casa, el nombre de “Árbol de D. José Flores”, y que se declare oficialmente “Punto de Encuentro” de la ciudad de Aguilas.

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