Excursiones

No circulaban muchos coches aquellos días por las carreteras –llenas de curvas, baches, tierra, pedruscos y algunas cuevas en sus túneles – de aquellos días, reservados los coches para los ricos, especie que no abundaban en un pueblo en donde la industria no existía, el comercio menudeaba y el turismo no había aparecido. Pero había camionetas para meter en sus cajas a todo un gentío de padres, madres, abuelas y sobre todo niños que se aprestaban a disfrutar de un día de excursión, como si se tratara de un metro que engullera la masa humana. Bastaba un pequeño camión para trasladarnos, tras los pertinentes traqueteos, bandazos, zarandeos y retrasos, a la sombra de los pinos que habían crecido en el cruce de las provincias de Almería y Murcia, en la Carolina.
Allí, cada cual como podía, tras haber arrojado la pelota o la angustia, tras calmar los ánimos, había de buscarse el asiento para el resto del día con un grueso pedrusco, su trono con un risco o con las silletas de aluminio y lonilla –el último invento dela modernidad en medio de un páramo atrasado- que se agolpaban con los cuerpos humanos. Allí mismo, mientras las madres se aprestaban a cocinar la socorrida paella, con la suficiente necesidad de encontrar leña, madera, papel, agua, las garrafas y cántaros, nosotros, los pequeños, comenzábamos la aventura de subir a una cueva que estaba situada en lo alto de un cerro, una cueva, en donde se había rodado El beso de Judas y alguna otra película en la que el actor debía, como nosotros, garrapatear hasta escalar el muro, triscar como las cabras, para recibir, según decía, un guantazo que le hizo rodar desde el monte a la ladera, con cuatro dientes menos, tal era el ansia de realismo de aquella película más bélica que bíblica. La cueva tenía poca profundidad, olía a las olivas que deponen las cabras, barruntábamos la presencia de culebras y bien que nos proporcionaba sombra, pronto nos bajábamos a la sombra de aquellos escuálidos pinos verdes que crecían junto a la carretera. Por aquel entonces muchos de nuestros padres y de las parejas que habían venido con nosotros, ya rodaban por el suelo, tendidos sobre las mantas que alguien se había llevado con bastante previsión, otros seguían buscando materiales para el fuego de la paella, los más, se habían enzarzado en la partida de cartas.
Otras veces, con mayor comodidad para los cuerpos y las almas, nos entregaban la llave –creo que era Aníbal el de la gasolinera el dueño- de la llamada casa de los ingleses –hoy tristemente desaparecida-, en un altozano, en donde gozábamos de más rica sombra entre las maderas de los pórticos o en los estrechos pasillos que conducían a anchas estancias. Pero otras veces, nuestros padres, siempre ávidos de disfrutar de la naturaleza dominguera, nos llevaban a la playa de los Cocedores, en donde veíamos el esparto seco que remojaba sus barbas o a la hermosa y blanca playa de la Carolina, lugar de peligrosos flujos y reflujos, lo que le concedía al día un riesgo que los pastores no descuidaban. Algunas otras veces el lugar elegido era la playa de las Palmeras, ya en el límite almeriense, o a la misma playa de los Terreros, al pie del agua, en donde dábamos cuenta de la tan acostumbrada paella con carne de pollo, ya que los gambas se guardaban para mejor ocasión. Y allí estaban la numerosa prole femenina de Joaquín Morales y Lola Gálvez, los hijos de mi tío Fonfi, algunas veces la familia Caicedo, las guapas hijas de Eduardo Cas, las de Juan Navarro y Ángeles.
Alguna que otra vez, si no se calentaban los motores en exceso –era frecuente ver parados los camiones humeantes, con el ajetreo del agua en las tinajas verdes- nuestros padres nos trasladaba a la finca de Cristóbal Ruiz y Ginesa en Fuente Álamo en donde añadían algún aditamento nuevo como era el de disparar con escopetas de caza a los conejos que abundaban por aquellos campos repletos de cuevas y maleza, montañas y agujeros en la traviesa y tortuosa carretera que nos conducía hasta Mazarrón. Recuerdo en alguna ocasión que los motores de los camiones, asfixiados por el peso de los días y de la severa masa humana de muchas mujeres, mostraban su pesar y se negaban a seguir en ruta, circunstancia que ocasionaba revuelo, pero que no nos apartaba de nuestro regocijo.
Las excursiones a estos y otros lugares ocupaban parte de la mañana, entre el avituallamiento, la recogida de alimentos, víveres, garrafas, botas de vino, panes calientes, embutidos y melones, que de todo había en la viña de esos largos días de los que sólo recuerdo la sensación de agobio y cansancio hacia el final del día, cuando de regreso a casa, sin esperar la llegada de los ángeles buenos, nos dormíamos en un santiamén.

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