Artículo de opinión: Mi día

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Autora: Isabel María Pérez Salas.
https://elblogdeisaperez.blogspot.com.es

Hace unos días, en un rapto de maldad desmedida, intenté sonsacar a mi hijo pequeño cuál era la sorpresa que, me temía, iba a recibir hoy por parte de mi familia. Él, muy enfadado, se volvió hacia mí y me dijo: “¡Mamá, como sigas preguntando, lo anulamos todo!”, a lo que no pude evitar contestar con una sonora carcajada al verlo tan ofendido por intentar hacerle hablar. Y es que hoy me dispongo a celebrar, rodeada de casi todos los míos, que hace cuarenta primaveras que asomé mi cabeza al mundo por primera vez.

No sabía cómo enfocar estas líneas que hace tiempo decidí debía escribir con motivo de este aniversario que deja siempre huella en todos los que ya lo han celebrado. Y es que, además de ser un número bonito por ser el que inicia la que, se supone, es una de las décadas más inolvidables de la vida, el cambio de dígito, sea cuál sea, siempre es una fecha señalada. El caso es que tras mucho pensar y pensar, y borrar y borrar, saqué los álbumes de fotos de mi niñez, y todos los demás, y disfruté de un rato de nostalgia mezclada con la satisfacción que produce el paso del tiempo bien vivido. Recordé entonces a mi gato Carambole, al que yo, con mi media lengua de trapo, llamaba “Garabole”, y los achuchones que le daba al pobre hasta que una tarde acabó trágicamente atropellado en la puerta de la tienda de ultramarinos que mi abuela Apolonia regentaba desde tiempos inmemoriales frente a la Plaza de Abastos junto a mi incansable padre. Allí, en esa pequeña tiendecita de puertas verdes, pasé gran parte de mis primeros años de vida, sentada sobre un poyete en la trastienda, viendo dibujos en una pequeña tele roja mientras merendaba. Con el paso de esos años, el patio que había al fondo se convirtió en mi mundo de fantasía particular en el que podía ser, siempre, lo que yo deseara. Recuerdo también de esos años nuestro pisito en la calle Canalejas, donde mi madre daba sus clases de mecanografía y taquigrafía; en esa casa, mi primer hogar, siguen viviendo los recuerdos de lo que mis padres califican siempre como unos años maravillosos. Luego llegó la adolescencia, el instituto, la universidad, los primeros amores mezclados con los sinsabores que te encuentras al empezar a vivir la tan deseada vida adulta, el primer trabajo, el primer coche, el primer hijo… Todo ello, mezclado con la firme creencia de que jamás serás tan feliz como en esa época, hace de esos años, años inolvidables. Sin duda.

Pero cada década y cada época tienen su encanto y la verdad es que para mí estos últimos años están siendo buenos años. Cierto y verdad es que hay cambios significativos que tenemos que asumir, como por ejemplo, el paso de ser una “chica” a una “señora” (duro momento…), el verte las pequeñas arruguitas que van surcando el rostro, o el descubrimiento de las primeras canas. Y lo peor: el que todo el mundo suponga que, a partir de ahora, por el único hecho de haber cumplido cuarenta, debes comportarte con seriedad siempre y ante todas las situaciones… Uf, ¡qué pereza!

El año pasado, cuando me tocó soplar las treinta y nueve velas de una magnífica tarta de chocolate que me regalaron, me prometí a mí misma que este año me sentaría y, objetivamente, analizaría lo que sin duda han sido cuatro décadas irrepetibles, con todas sus cosas buenas y todas sus cosas malas, con todos sus buenos y malos momentos. Porque, ¿qué es la vida, sino una sucesión de todos ellos? Estoy convencida de que no aprenderíamos a ser felices si no tuviéramos esos ratos insoportables de infelicidad; no sabríamos amar de verdad sin haber vivido esas historias de desamor de la que todos hemos sido protagonistas en algún momento; no sabríamos qué es la amistad si no nos hubiéramos encontrado por el camino con algún que otro enemigo disfrazado de cordero; no sabríamos apreciar los momentos de amor fraterno y paterno si no hubiéramos deseado escapar de ellos en nuestra adolescencia… No distinguiríamos un momento genial de uno nefasto si todo hubiera sido de color de rosa, o no podríamos felicitarnos tras haber luchado por llegar a la meta sin antes haber saboreado una amarga derrota.

Hoy, en este día que es mi día, sentada frente al mar que tanta paz me da, pienso en lo conseguido, en lo mantenido y en lo adquirido a lo largo de estos años y doy las gracias a todos los que hoy forman parte de mi vida, de uno u otro modo, en mayor o en menor medida, por contribuir a que mi balance se resuma en haber conseguido ser feliz.

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