Dictamen sobre el Chikilicuatre

Pues señor, mis intenciones eran otras. Yo pretendía introducir de nuevo al lector en el tema, iniciado en mi última Mirada, de la relación entre el universo y la conciencia.
Pero a veces no hay más remedio que ceder a las urgencias y presiones de lo inmediato, de lo ineludible, de la actualidad. Y, digo yo, pregunto yo: ¿qué otra cosa puede haber más importante que la fina y galana presencia de España en un foro artístico de tanto lustre y prosapia como Eurovisión?
Porque, no nos engañemos, la imagen exterior de España está últimamente un tanto descolorida, deslucida, desvaída, alicaída, destemplada, desfondada. ¿Deberé añadir desprestigiada?
Quizás sea así por la disparatada y demagógica política interior y exterior de estos años; por las cucamonas y guiños dirigidos al moro, tan alevoso como desdeñoso, o al caudillito bolivariano con ínfulas conquistadoras, bananero y altanero, o por enseñarle el trasero patrio y hacerle cortes de mangas al yanki, belicoso y rencoroso, o por dar la espalda a la Europa puntera y productiva, por convertir una gran nación con pasado y futuro en un gallinero de discordias, donde cada cual se define a la contra del vecino, anticipando un futuro donde nos solazaremos jugando a “todos contra todos”. Y además porque ayer vivíamos bien, hoy vivimos regular y vamos a vivir peor. Porque mientras se llenan los embalses y el Ebro anega campos y Expos, se sigue negando el agua allí donde más falta hace. Porque…
Hartos de la lista infinita de porques, que van empañando nuestra sólida imagen de no hace tantos años, añadiéndole capa tras capa de roña, hasta dejarla más herrumbrosa que una falcata ibérica acabada de desenterrar, las mentes esclarecidas que velan por nuestro prestigio han dado con la fórmula maestra.
Esa fórmula tiene un nombre sonoro, largo, restallante, hecho como para sacudir conciencias: Chikilicuatre. ¿Bonito, no?
Y nada más popular: una figura anónima, salida de la nada, de esa nada filmada y grabada y multiplicada al infinito por los inacabables caminos de la red de redes. Hoy el genio y la creatividad de las masas han desertado del refranero y la lengua y se concentran en los millones y millones de vídeos espontáneos que brindan para nuestra diversión you-tube y similares.
Pues de la última hornada de esos genios virtuales, espontáneos y anónimos, que cuentan con el efímero aval estadístico del número de visitas que reciben sus producciones; de esa preferencia “chiquilicuatre”, viene el ídem, nuestro héroe. Suele decirse que Dios escribe derecho con renglones torcidos. Esto es un ejemplo más de esa realidad paradójica. Nada de conservatorios anticuados, donde imperan conceptos superados por nuestra época, conceptos achacosos y caducos tales como disciplina, esfuerzo, humildad, perseverancia, talento, mérito. Bien sabemos todos que esos principios sólo conducen a la miseria, a tener un mediocre destino docente en el mejor de los casos, o más probablemente a solicitar a la intemperie unos céntimos de los paseantes, mientras se interpretan al violín obras de Bach, Mozart y demás “plastas” o dinosaurios de nuestra obsoleta tradición musical culta.
Nada de formación musical, nada de virtuosismo, nada de educación vocal. ¡Fuera escuelas de canto!
La música “popular” en el sentido eurovisivo; la música “chiquilicuatre”, no necesita esos trámites laboriosos. Al contrario. Cuanto menos sepa “el artista”, mejor. Así no caerá en la tentación de pretender hacer música, en el sentido tradicional y convencional.
El Chikilicuatre conquista, antes que nada, con su presencia. Búsquese un jaquetón enjuto, tendiendo a la escualidez, con una barba rala, descuidada, de derviche con raquitismo, o de licenciado Cabra (en la tradición del Buscón quevedesco). Póngasele un tupé compacto, espeso, de entretejidas greñas, como un suflé horneado o una boina hinchable. Vístasele con trapos arrugados y sin prestancia, como un “hippie” deslavazado, y, lo más importante, dótesele de una guitarrita eléctrica de juguete, modelo “baby”, expoliada para la ocasión a una desconsolada criatura de corta edad.
Dótesele de una vocecilla de falsete, como de contratenor asmático con plumón bien visible.
Ya tenemos al personaje.
Inventemos ahora una denominación de origen, por aquello de la imagen, que tanto nos importa hoy en día, no vaya a ser que lo llamen mamarracho.
Ya está: nuestro “artista” exhibe, con intención irónico-crítica de cara al festival, una “estética friki”.
Búsquense avales históricos o precedentes para el desaguisado. Ahí tenemos el histórico “la, la,la”, que también se las trae. Claro que el “Chiki” no tiene la fastuosa morfología de Massiel, pero es que otros son los tiempos.
Procédase después a un inmisericorde bombardeo mediático, procédase a laminar al personal con una presión superior en intensidad al tapiz de bombas que redujo a cenizas la ciudad de Dresde. Que cada cual pueda decir:
“¡Con el Chiki me acuesto, con el Chiki me levanto, con la Virgen María y el Espíritu Santo!”, y Chiki en los móviles, Chiki en la radio, Chiki en la sopa (aunque no en la de letras).
Así, el Chikilicuatre llega a ser alguien entrañable, como si fuera de la familia.
Si el ministro Solbes es como ese abuelo benévolo y pachorrón que hubiéramos querido para nosotros, ofreciéndonos siempre su consuelo en la adversidad, el Chikilicuatre es como ese primo tarambana y cachondo, que nos hace reír y pasar buenos ratos, aunque no le confiaríamos el cuidado de nuestro patrimonio.
Como no podía ser menos, nuestro genial representante “llegó, vió y venció” (veni, vidi, vinci, que dijo César), conquistando para España un honrosísimo vigésimo sexto puesto.
¿O fue el décimo sexto?
La verdad, ahora no me acuerdo.

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