EL PUERTO Y EL CASTILLO

Un artículo de Ramón Jiménez Madrid
Y un día, creyendo ser holandeses errantes que le ganaban trabajosamente el terreno al mar, nos dijeron que iban a hacer un gran puerto y un extraordinario paseo marítimo que, como el donostiarra, le daría la vuelta al castillo de San Juan de las Águilas y, que podríamos desplazarnos desde la escollera del puerto comercial a la pescadería de la playa de Poniente en apenas unos minutos, que disfrutaríamos de vistas hermosas abiertas al mar, que se instalarían restaurantes en aquel enclave, que Águilas daría un paso adelante en su acontecer pesquero – pues se ampliaría el puerto- y muy especialmente en su vertiente turística, ya que el pueblo ganaría en galanura, instalaciones o infraestructuras y que se haría del nuevo paseo marítimo el nuevo epicentro del pueblo. Una aventura propicia, una revolución en el aburrido acontecer de aquellos días iguales, un verdadero acontecimiento en la historia de la villa en donde no acontecían grandes cosas.
Y muy pronto, no sin cierto temor, nos llegó el fragor minero y profundo de los barrenos, el estallido sordo de la roca, los crujidos espantosos en la parte del faro, los truenos secos -el pueblo se estremecía de miedo- que hacían saltar y crujir las rocas de un castillo que se fue resquebrajando sin que se advirtiera entonces el peligro de desmoronamiento hasta más tarde, cuando era inevitable, cuando ya las obras de la bahía habían finalizado y no era necesario seguir con los estallidos y los petardazos -explosión va, explosión viene- que cambiaron totalmente la cara posterior del castillo, si tenemos en cuenta que antes era posible bajar desde las baterías superiores hasta la parte inferior sin excesivo peligro. Rodaron las piedras por la pendiente, descendieron en catarata los riscos, se sumergieron en el Mediterráneo paredes que habían estado expuestas al crudo sol. Pronto, sin darnos cuenta, se puso el cartel de coto cerrado, se plantó la verja y se prohibió la entrada de mirones en aquellos trabajos duros y sufridos que tenían el interés de sacarle la grasa al estómago del castillo y que terminaban con una cascada de material arrastrado, de piedras en alud, de caliza dura que se utilizaría para relleno de la factoría portuaria. Todos, entusiasmados con la empresa, aplaudían las obras que prometían el paraíso, y nos acercábamos a la cercana escollera para seguir el bullir y el trajín de los obreros pero más tarde comprendimos que todo había un gran engaño, que habían puesto el paseo como señuelo, pero que lo que se pretendía era utilizar el material rocoso del castillo para rellenar la bahía. Tan pronto se hizo el puerto, se interrumpieron las obras, se cerró el muro, el tránsito, se avisó del peligro de desmoronamiento del castillo y nunca más se volvió a hablar de reanudar las obras, de comunicar una parte del pueblo con la otra, de crear el magnífico y espléndido paseo que se pretendía.
Bloques cuadrados de cemento se fueron depositando al pie de castillo, enormes cajas sirvieron para que jugáramos allí durante mucho tiempo al escondite, a los americanos y a los sioux, porque los bloques, separados, formando pequeñas callejas, aguardaban a ser sumergidos en el agua salada de la bahía que, poco a poco, iba recortando sus dimensiones. Si el mar llegaba a escasa distancia del castillo, poco a poco los buzos, que ayudaban a la adecuada colocación de los cajones de cemento, hicieron posible que el puerto pesquero fuera creciendo de la misma manera que el castillo iba menguando, perdiendo volumen, hasta llegar el día en el que ya fue necesario adelgazarlo y no era necesaria más piedra. Y así está hoy, tal como lo dejaron, sin que sepamos si hubo error de cálculo en la obtención del material, si se acabó la pasta para seguir abriendo el camino hasta la Piedra Gorda y el Peñón de Roncaor o si ya no era necesario seguir desmochando el castillo porque se caía solo abajo. Lo cierto es que pasaron los años y todo quedó inconcluso menos la bahía del puerto, lugar que ha seguido recibiendo más tarde unas cuantas cornadas que han variado no poco la antigua disposición. Y así nos hemos quedado. Sin casi puerto, con un castillo que tiembla en las noches de luna y con un extraordinario paseo que nunca recorrimos. Ah, y sin poder llegar por detrás desde

Esta web utiliza cookies para que tengas la mejor experiencia de usuario. Si continúas navegando estás dando tu consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pincha el enlace para más información.

ACEPTAR
Aviso de cookies