Las realidades que nos trae la Ciencia

na cultura es el sustrato mental y espiritual de una civilización. No se trata desde luego de una definición académica al uso, ni lo pretende, pero sí me parece lo suficientemente inclusiva y cierta. Una cultura es un universo espiritual compartido por una comunidad a la que proporciona orientación y sentido, en relación con lo más básico y fundamental: la vida, la muerte, el alma, los dioses, el destino; y también en relación con la organización, usos y costumbres de la vida: con las actividades, las artes y las técnicas.
Una cultura proporciona suelo firme, de naturaleza credencial, para no hundirse en el vacío, y alternativas y recursos para plantear y desarrollar un modo de vida, sea ésta individual o colectiva.
Usualmente, el tronco vertebrador de una cultura se remite a lo Sagrado, bajo la forma del mito o la religión.
En concreto, para nosotros, occidentales, herederos de la tradición judeocristiana, el núcleo vertebrador es la religión cristiana, en paralelo con la herencia filosófico-jurídica grecolatina, y con una referencia central a la tradición bíblica, interpretada de un modo muy diferente a la que ofrece el judaísmo.
En ese proceso milenario de sedimentación de aportes diversos, mitológicos y proféticos, la Filosofía, la gran herencia cultural griega, así como el Derecho, la gran herencia romana, se pusieron al servicio de la Teología católica, el tronco vertebrador; el núcleo duro de nuestra tradición occidental.
La Revolución Científica de los siglos XVII y XVIII le dio rápidamente un giro copernicano a este esquema cultural anterior. En la cultura moderna, el núcleo duro pasó a ser la Física, formalizada con las Matemáticas, desalojando paulatinamente a la Teología hasta relegarla a una posición marginal.
La Física constituye desde entonces el modelo de rigor al que habrían de aspirar las nuevas ciencias nacientes, progresivamente desgajadas del viejo tronco retórico-filosófico-teológico.
Pero, en los últimos dos siglos, la Física ha sido algo más que eso. Ha constituido la fuente de nuestra cosmovisión.
Deslumbradas por su eficacia, todas nuestras interpretaciones de las realidades naturales, históricas, sociales o personales han acabado tomando a la Física como modelo teórico vertebrador.
La Física se ha situado en la vanguardia del conocimiento y sus modelos van impregnando a las demás ciencias: primero la Química y las Ciencias Naturales, y luego las Ciencias Biológicas y Sociales; la Psicología, la Sociología, la Economía, la Filosofía.
Y finalmente, el sentido mismo de lo que comúnmente se acepta como realidad. Este proceso no es instantáneo: esa impregnación y transmisión duran décadas, a veces siglos.
Puede darse, y de hecho se está dando, el caso de que las Ciencias “periféricas”, y las mismas vigencias sociales, tomen como referencia un modelo teórico obsoleto, un esquema conceptual genérico (lo que se denomina un paradigma) que la Ciencia de vanguardia ya ha dejado atrás.
Desde comienzos del siglo XX se está produciendo el cambio de paradigma más importante de la Física desde su primera madurez con Newton. Acontece primero en la Ciencia en general, y después en las nociones sobre lo que intuimos o pensamos que pudiera ser la realidad misma.
Un cambio que apenas ahora empieza a difundirse desde el núcleo duro de la Ciencia, aunque sus aplicaciones tecnológicas han transformado ya completa y profundamente nuestras sociedades y nuestro mundo.
Dos etapas claves cabe señalar, correspondientes a la Teoría de la Relatividad Generalizada, y la Teoría Cuántica. Ambas fueron prácticamente coetáneas y se gestaron durante la fase creativa del siglo XX: Sus explosivas tres primeras décadas, de cuyas rentas hemos vivido culturalmente hasta hoy.
Ahora mismo, en esta primera década del siglo XXI, se está produciendo una Tercera Revolución que persigue una Teoría Integral del Todo; mediante la unificación en una única fuerza de las cuatro básicas que aparecen en la Naturaleza (la gravitatoria, la electromagnética y las dos nucleares, fuerte y débil), sintetizadas y unificadas como expresión de una estructura geométrica pluridimensional de curvaturas del tejido mismo del Cosmos (se propone un multiverso o pluriverso de once dimensiones).
La Primera Revolución, la relativista, dirigida al mundo macrofísico, acaba con la noción de un Tiempo absoluto, independiente del observador que lo mide, y considera el Tiempo no aislado sino entretejido con las tres dimensiones del Espacio, dando lugar a la noción de continuo espacio-temporal de cuatro dimensiones (que no tiene nada que ver con la famosa y mítica “cuarta dimensión”).
Esta Teoría acabó también con la idea de la simultaneidad de sucesos, haciendo del Universo un campo energético donde la materia es energía condensada y la acción gravitatoria a distancia (la llamada “fuerza de la gravedad”) un efecto de la deformación del Espacio-Tiempo en la región donde se sitúa una masa.
Esta Primera Revolución tiene todavía pendiente su traducción a la Metafísica, por no decir al pensamiento común.
En un mundo donde todavía tienen plena vigencia las visiones atomizadas y materialistas del hombre (Marxismo, Conductismo…) resulta que la materia ha dejado de ser “material”.
Esto es lo que nos enseña la Teoría Cuántica, que relega al olvido la noción de átomos materiales, haciéndolos compuestos por partículas elementales que no tienen existencia, propiamente dicha, hasta el momento en que son observadas experimentalmente, momento en que cristalizan como sucesos reales mediante el colapso de su función de onda.
Esto quiere decir que la naturaleza de la materia es algo borroso e indeterminado, una conjunción de meras ondas de probabilidad, tal como recoge el famoso Principio de Indeterminación de Heisemberg al afirmar que una partícula no tiene simultáneamente posición y velocidad definidas.
Con la Teoría Cuántica, la materia se convierte en algo tan etéreo como un agregado de ondas probabilísticas en interacción con el observador.
Pero decir observador es decir consciencia. Para esta teoría, en sus interpretaciones más actuales, la consciencia ya no es una consecuencia derivada, o epifenómeno, de la materia, sino que es la materia la que constituye un epifenómeno de la consciencia.
Las implicaciones, bien puede intuirlo el lector, son, sencillamente, alucinantes.

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