Los partos

Los aguileños, desde la creación del mundo hasta fechas recientes, venían al mundo en su propio pueblo, sin duda, en sus mismas habitaciones en la que habían sido engendrados y procreados, en las mismas camas en las que los padres, nueve meses antes, se habían solazado en la intimidad camino. Pero en aquellos gloriosos días estaba el llamado Hospital en el camino del cementerio y no como ahora que los aguileños son lorquinos de nacencia. Antes venían al mundo y lo primero que alcanzaban a ver era el rostro dolorido de la madre, contorsionado por el sufrimiento, la cara de susto de las mujeres que asistían al parto (los maridos y padres se ausentaban de tal acontecimiento) y, más que probablemente, con el rostro tranquilo y concentrado de doña Estefanía Letrán, la madrona que más aguileños haya sacado de las entrañas maternas hacia la luz azul y virginal del Mediterráneo.
Y eso fue durante mucho tiempo, porque yo, cuando alcancé a vislumbrarla por la calle Aranda en donde vivía, al lado del abogado Joaquín Baldó, junto a los hermanos Pedro y Antoñín Sánchez, al lado de la estafeta de Correos, la mencionada señora, doña Estefanía, era ya una mujer en declive, baja en estatura -ya se sabe que con el tiempo encogemos y nos reducimos- pero que no había perdido el vigor de la edad madura. Doña Estefanía Letrán podía dar cuenta de cómo habían ido los acontecimientos primeros de este y de aquel, de los Fernández o de los Muñoces, de los Marines o de los Quiñonero, porque poseía el don de ser la primera en vislumbrar aquello que llegaba, si venía con pito o con flauta, que no se sabía entonces si los espermatozoides daban para macho o para hembra. Y así vimos a doña Estefanía declinar en su labor en las casas familiares para ingresar en el Hospital de San Francisco, allá, en la lejanía, no lejos de las vías del tren, en un pequeño paritorio en donde empezó a ejercer un fornido joven rubio, más bien pelirrojo, que venía de Granada, con una mano delante y otra detrás, tal como se decía de todos aquellos médicos que entraban en el pueblo desnudos de riqueza y acababan ricos y afortunados, cosa que le sucedió a Antonio Maldonado, un hombre fuerte, cuyas enormes manos inspiraban plena confianza a todas aquellas parturientas que pretendían acrecentar la familia.
Antonio Maldonado, con el don por delante porque era universitario y todo un señor, pronto se convirtió en un ginecólogo -dejó de utilizarse la palabra comadrón- consumado que era requerido por todas las familias que estaban en trance. Y miles de aguileños nacieron y crecieron bajo su égida, bajo la fortaleza de unas enormes dedos que eran capaces de traspasar el útero materno y llegar hasta la garganta de la madre, con unos reflejos sicológicos que no eran frecuentes en aquellos días de languidez y monotonía. Y muy pronto el pueblo hizo fama de sus grandes recursos para sacar adelante criaturas y de su gran pericia en el arte de sacar bebés del vientre y las futuras madres, algunas desde lejanos confines, vinieron a ponerse bajo el peso de su sabiduría. Inspiraba, sea por la estatura o por su habilidad, confianza plena. Creo que incluso aumentó la población aguileña de manera inusual cuando don Antonio, de ojos claros, impuso su ley ginecológica, su nueva manera de enfrentarse a los trances de la nacencia. Y se casó con Rosa (ita) Castejón, guapa moza del pueblo, con la que contribuyó al crecimiento poblacional con numerosas hijas rubias (especie de ángeles), morenas (aunque fueran rosas) y castañas y finalmente, cuando vivía en Balart 2, al lado del notario, junto al Mimo y Juanita Madrid, con hijos varones a los que le concedió legitimo apellido.
Han pasado los muchos años de aquellos días estefaniados de los cuarenta y los cincuenta -apenas salidos de una dolorosa contienda que había dejado corto y breve el pueblo- y llegaron los amaldonados sesenta con un don Antonio que mucho hizo para que los doloridos gritos de las madres no salieran de las dependencias del hospital (que ahora no tenemos), para que los nacimientos de los aguileños surgieran bajo el depósito y la garantía de la seguridad que daba contar con unas manos firmes, hábiles, enormes. Las manos.

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