Consejos (no gubernamentales) para salir con bien de las próximas fiestas

os días de la celebración ya son inminentes. Serán unos días intensos y en cierto modo difíciles, adornados con unas exigencias de plenitud que contrastan, dolorosamente a menudo, con esa rutina poco satisfactoria en general que cada cual sobrelleva como puede. Nada suele haber tan fastidioso como tener que exhibir felicidad a piñón fijo; hacer ostentosa muestra de triunfo personal, brillo social y jolgorio impostado en días y momentos estrictamente prefijados al margen de nuestros personales humores, voliciones y apetencias.

Se muestra aquí una primera condición de los festejos inminentes: su carácter de prueba, de examen social que habremos de afrontar –siquiera sea ante nosotros mismos– para revalidar nuestra titulación de aprobados en la asignatura de la vida, y con la mejor nota posible. A muchas personas inseguras, infelices, solitarias o insatisfechas, las navidades les dan pánico. Su reacción primera es la huida. Apenas empiezan a lucir las calles sus galas navideñas, buscan destinos alejados, y si es posible en entornos culturales ajenos a nuestras tradiciones.

Otros practican modalidades diversas de exilio interior, ocultando su rostro verdadero tras una máscara sonriente, a caso levemente idiota, mientras se salvaguardan del frío y del tedio pululando incansables ante el hipnótico hechizo de las escenografías luminosas y tentadoras de comercios y grandes almacenes.

Y es que una de las más efectivas causas de infelicidad en esta sociedad “post-post moderna” del ultraconsumismo existencial que sostenemos entre todos es la felicidad obligatoria a la que todos estamos condenados, so pena de devaluarnos en nuestro ser propio hasta la inexistencia, hasta hacernos tan insignificantes e indistinguibles como los ladrillos de una pared gris. Es un hecho innegable que en estos días se acentúa especialmente la contradicción entre lo que la sociedad exige que seamos y lo que inevitablemente somos.

En estas fechas, todos tenemos que ser aún más buenos, guapos, ricos, jóvenes, esbeltos, generosos, encantadores, elegantes, lujosos, sexualmente irresistibles que de costumbre. Y esto se nos hace especialmente difícil en tiempos de crisis, cuando nuestras múltiples carencias nos duelen aún más que de costumbre.

Por eso, los poderes que nos organizan la vida recurrieron hace mucho a un recurso infalible: el de la ilusión de la riqueza inminente. No es casualidad que las fiestas se abran y se cierren con los dos sorteos de lotería más publicitados del año. Particularmente el primero. Comprar y regalar participaciones del sorteo solsticial no es más que cumplir con las exigencias de la tradición y el trato social. Si no estamos en situación de derrochar o despilfarrar, hagámonos todos la ilusión de que muy en breve vamos a ser ricos y actuemos, mientras nos dure la esperanza, en consecuencia.

Instalados, además, en esa irrealidad momentánea, no tendremos inconveniente en prestarnos (no se trata de otra cosa) a una onerosa tributación voluntaria, que el Estado nunca tiene bastante.
Como verás, lector amigo, no he atendido, hasta ahora, en este somero análisis, a los aspectos religiosos de la fiesta, que son los que, en una muy amplia acepción de “lo religioso”, que desborda de los límites credenciales del cristianismo, constituyen en definitiva su justificación y origen.

Porque la Natividad o Pascua es celebración, amén de feria de vanidades. Celebración del Nacimiento de Cristo, o celebración, en un sentido cósmico, pre o post cristiano, del Renacimiento de la luz en el seno de la más oscura y larga noche del año; de la transfiguración de la tiniebla en el místico y druídico Sol de Medianoche cantado por poetas visionarios y antiguos hierofantes.

Ese fundamento simbólico es lo que falta en la vivencia de la fiesta, tal como la inexorable conjunción de determinismos económicos y voluntades políticas nos la montan de año en año.

Lo que se nos ha olvidado a todos es que, en un sentido fundamental, toda fiesta es en última instancia religiosa. La fiesta es una ruptura de los límites cotidianos de nuestro mundo; una inversión de las jerarquías y preferencias cotidianas de nuestra vida; una desgarradura en el tejido de lo habitual para asomarnos a lo absoluto, bien sea mediante la plegaria y la liturgia, bien sea mediate la exaltación del deseo, la exacerbación y aplacamiento de la voluptuosidad, de los sentidos, bien sea mediante la experiencia de la comunión o participación en el ágape sagrado con los que amamos, mediante libaciones y brindis que siempre son en homenaje a un dios, aunque lo ignoremos.

La Navidad se nos hace odiosa cuando es sólo obediencia ciega a un trasnochado precepto consumista, para mayor beneficio de intermediarios y mercachifles, que esperan a diciembre para hacer su agosto. Frente a esa horrible navidad, está la ocasión magnífica para hacer un retorno a las fuentes reales de la vida, y a su gozosa celebración. Tanto si eres cristiano de corazón como si no lo eres, amigo lector, te brindo un único consejo para estas fiestas. Un único consejo que se abre en una serie práctica de aplicaciones que tú sabrás mejor que nadie establecer en tu provecho. Consiste en repetirte esto: “Recuerda que la vida siempre vuelve, que la vida renace en ti todos los días; celébrala y, estos días señalados, emborráchate con ella, porque está siempre llena de riquezas inagotables, aunque a ti, por rutina, su superficie te pueda parecer pobre. Y no te olvides de extender a los demás y de compartir con ellos ese descubrimiento”.

¡Ah!, y no pierdas un minuto de tu tiempo meditando en “la interiorización del euro”. Te sugiero, por último, que pases del conejo, incluso si te lo ofrece con un lazo la ministra del ramo.

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