Los Tatanes

Los apellidos, los apodos y las denominaciones de origen se heredan -al menos así sucedía en el ayer- como los apellidos en los pueblos, así que si tu bisabuelo era Colorín, Rascacias, Colorín y Rascacias serías por los siglos de los siglos. Y digo Colorín o Rascacias, como podría otros muchos -positivos y negativos- que se retransmiten por sangre, afinidad, cruce o casamiento. Así que, tengo para mí que todos los Tatanes procedían de un prístino Sebastián pero que alguien, en su momento, debió modificar el patronímico y le añadió el que ha permanecido vigente a través de los tiempos.
Mi memoria me dice que el primer Tatán que conocí era ya muy viejo, a pocas lunas -entonces no se nombraban los telediarios porque no existían- de su fallecimiento. Era un señor alto, muy desgarbado, muy cariñoso, generoso y adicto a escarbar en un monedero de plata en los que llevaba las monedillas de perra chica, las perras gordas, los reales y hasta las rubias- muy preciadas entonces- de peseta que nos daba a sus nietos o sobrinos nietos. Cuando iba acompañado de su nieto, otro Tatán del que hablaremos, siempre nos daba una pequeña moneda que servía para comprar las pipas o los garbanzos del puesto de la Araceli o de Emilia. Y siempre tal suceso se producía en la puerta de la Sociedad de Pescadores y Cazadores, sita en la Glorieta, donde hoy se ubica la Cafetería heladería Sirvent. Don Sebastián Fernández, patriarca de amplia familia dedicada al esparto, a la tapena, a los higos secos en las instalaciones que había subiendo la Cuesta del Caño, estaba casado con doña Rosita, hermana de mi abuela, y era gente de iglesia, de reclinatorio y de alguna pasta, infrecuente en aquellos pagos en donde las diferencias sociales estaban marcadas por la nacencia, no por los valores en caja. Como tuvo muchos hijos, unos se desperdigaron por Murcia, Yecla, y algunos otros -como José o Jesús- se quedaron en la villa y corte aguileña regentando ayuntamiento o empresas de todo corte- Jesús, alias Pealusa- antes de entrar en el oficio del ladrillo, las urbanizaciones y otras gaitas. Pero estuvieran donde estuvieran eran para nosotros los Tatanes, se llamaran Sebastián -todo primer hijo de cada familia si era varón lo sustentaba- Guillermo o Manolo.
El nieto Tatán con el que más horas compartí era Sebastián, hijo de Pepe, hermano de María Rosa y Loli, quien, tras prometedor bachillerato, llevado de sus buenos sentimientos, a su edad tardía, entró en el seminario mayor de Murcia, lugar por el que pasaron casi todos los aguileños que creyeron sentir la vocación religiosa o en el que se podían realizar estudios que más tarde se convalidaban en la vida civil. Así que al animoso y siempre alegre Tatán, mi primo segundo, de mi misma edad, con el que celebré al mismo tiempo la comunión con chocolate y churros, acabó imprimiendo sus buenos sentimientos y sus excelentes prácticas en la medicina y abandonó el redil en donde yo lo visitaba los domingos murcianos. Más tarde se estherizó, se casó y se marchó a Granada a prestar servicios a Galeno hasta que la jubilación lo devuelva a Calabardina para el siempre jamás.
También había otra rama de Tatanes con la que no había relación sanguínea lejano o cercana. Si unos eran los de la tapena, o los del Pelusa, a los otros les decíamos los Tatanes de las sardinas, desde el momento que se dedicaban a vender aquellas sardinas en bota que tan fuerte aliento producían en nuestros olfatos novatos. En la calle Floridablanca, un poco más arriba del establecimiento de los Franco, en donde hoy se aposenta una perfumería, montaban guardia tanto el altísimo padre de los Tatanes como sus dos hijos, el llamado Tatán y su hermano pequeño Vicente. Pero siempre era posible encontrar al Tatán mayor en asuntos relacionados con el Águilas Fútbol Club, con los juveniles o con las distintas categorías, incluso las no federadas. El Tatán (Cerdán Zaragoza de apellidos) de las sardinas viajaba en los autobuses con nosotros a la Condomina o al campo del Naval, a Elda o a Novelda, organizaba eventos antes de los partidos oficiales, pitaba él mismo los encuentros, ordenaba actuaciones y se sabía de memoria las sagas de jugadores tanto del pueblo como de sitios allende. Con su cabeza casi pelada al cero o con muy poca caballera, el Tatán, como tantos otros, hubo de partir fuera de nuestros lares -el aguileño siempre ha puesto los ojos en Barcelona- para ganarse el sustento, pero siempre nos dejó el buen recuerdo de sus acciones, y el intenso de las sardinas.

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