Una velada inolvidable

Aludía en mi último artículo a esa presencia impertinente del diseño en los tradicionales quehaceres relativos a los fogones y al buen yantar. Venía a cuento de los encuentros entre chefs de prestigio internacional habidos recientemente en Madrid, presentando sus invenciones, mixtificaciones y lucubraciones más extravagantes.

Esos chefs aparecen hoy con la cobertura mediática habitualmente reservada a las más glamurosas estrellas del séptimo arte, y no por casualidad, ya que han adquirido actualmente análogo prestigio, como figuras dispensadoras, no ya de un buen hacer culinario, sino de un marchamo de distinción de lo más cotizado.

Los grandes cocineros de antaño hacían de su arte un fenómeno cortesano, enclavado en los espacios del poder y destinado a la perpetua celebración de la grandeza de príncipes y reyes. No se buscaba tanto la calidad como la aparatosidad, haciendo de los platos y su presentación en sociedad, de su “mise en scène”, una elaborada escenografía barroca, emparentada por añadidura con los jardines a la francesa y las arquitecturas efímeras para fiestas o desfiles.

De ahí las salsas suntuosas, las carnes aderezadas con plumas de faisán, frutos y diversos ornamentos (incluso no comestible), los postres montados sobre artísticas esculturas de hielo (un gran refinamiento en la época).

Los lugares paradigmáticos de la “alta cocina” al servicio de la diplomacia y el ocio cortesano fueron, que duda cabe, las sedes de las grandes monarquías europeas: Versalles, el palacio de Buckingham, San Petesburgo. Una anécdota te cuento, amigo lector: la historia de la fiesta barroca más famosa que recogen los anales. Fue esta la recepción dada al rey Sol, Luis XIV, por el superintendente Fouquet, en Vaux, el 17 de agosto de 1.661.

Allí se estrenaron los grandes artistas que harían el prestigio del Gran Siglo francés: el arquitecto Le Vau, el jardinero Le Nôtre, el pintor Lebrun, y, no menos prestigioso e importante que los anteriores, el cocinero y mayordomo Vatel, que luego sería llamado “grande” e “ilustre”.

Tan hermosa era la residencia del superintendente, tan deslumbrante fue su fiesta que despertó el recelo y la envidia del rey. Fouquet acabó sus días en un castillo, preso de por vida.

Para superar su palacio, Luis XIV, quien se incautó además de los bienes del plebeyo que pretendió agasajarlo demasiado bien, se hizo construir Versalles. Allí fue a para Vatel, personaje indispensable en aquella corte. Una buena película francesa interpretada por Depardieu narra el fin de su vida, su suicidio asqueado por la traición de su valedor, el príncipe de Conti, “que se lo jugó a las cartas y lo perdió”.

Pero volvamos a los chefs contemporáneos. Esta situaciones del pasado han sido traducidas a una “cocina de autor” para una sociedad de nuevos ricos ahítos de abundancia.Para gente que compra sin necesidad y come sin apetito, pero que desea a toda costa distinguirse, significarse.

De ahí el fenómeno de las marcas, característico de nuestro tiempo. De nada sirve que unos vaqueros, pongamos por caso, sean excelentes por su corte, caída o resistencia. Nada serán, para una notable mayoría, si no llevan una etiqueta que ponga “Lovis” en una parte bien visible de la prenda. Todos estamos encantados de convertirnos en reclamos de una marca, cuyo logo llega a aparecer en corbatas, pañuelos o bolsos como motivo decorativo único, y pagamos además por ello sumas desorbitantes.

Muy relacionado con este fenómeno es el de la llamada “nueva cocina” (nouvelle cuisine) que hace por doquier estragos en las más asentadas tradiciones del buen comer.
La formidable estafa que caracteriza a nuestro tiempo, que es la de las apariencias y lo inauténtico, la de sustituir las cosas genuinas y verdaderas por signos de las cosas, encentra aquí terreno abonado.

Voy a terminar esta reflexión con una anécdota personal. Aconteció la noche del 31 de diciembre último. En mi descargo añadiré que esa noche no tenía alternativa, ya que es probablemente la menos apropiada del año para elegir con criterio un lugar adecuado para cenar fuera de casa.

El caso es que me vi obligado a disfrutar de la refinada cena de fin de año ofrecida por un hotel de lo más “in” y glamuroso (el “Holiday inn- doblemente in- de Valencia, por más señas). Tuvo lugar en un comedor de selecta y minimalista decoración, custodiado por una cohorte de jóvenes promesas de la restauración a la americana, todos de etiqueta rigurosa.

Transcribo el primer plato de la carta, literalmente, sin añadir ni quitar una coma: “Marmitako rediseñado, ostras y langostinos con flores del sol y hoja de cristal con aire enrarecido”.

Prometo al lector que no sería capaz de pergeñar una retahíla semejante así me fuera la vida en ello. Pues bien el tal “marmitako rediseñado” era un taquito de atún nadando en un calducho insípido, con una ostra refrita y una laminilla de caramelo que debía ser “la hoja de cristal”.

Ni rastro de los langostinos, y de las “flores de sol”, ni flores. En cuanto al “aire enrarecido”, fue sin duda en que a duras penas conseguía llegar a mis pulmones, tal eran mi congoja al hacerme consciente de que mis peores temores se hacían realidad; al anticipar lo que me esperaba…

El resto de la larga carta, que renuncio a repetir aquí, siguió por el orden. El postre, denominado “sinfonía rosa” reservaba una sorpresa final: se trataba de una gelatina, como las de las meriendas de los niños, con un objeto oscuro atrapado en ella, semejante a un dátil.

No era un dátil, sino una masa de caramelo semifundido, una trampa dental implacable, donde quedaron atrapadas las bocas de los comensales ingenuos que le hincaron el diente, incapaces de abrirlas y despegarse de aquella melaza , atragantándose poseídos por ataques de risa floja, mientras alguna dentadura postiza acababa saltando por los aires.
Inenarrable….

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