El templo mágico de los ‘Noventeros’ aguileños

EL BAÚL DE MIS RECUERDOS

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La Meca: Los martes nos empapábamos de espuma y bailábamos hasta las tantas al ritmo de nuestro himno marcados por el DJ David Gago: ‘Me llamo David, soy de Madrid…’

Dicen que al que nace sin nada le es más fácil vivir de forma austera y resignada. Sin embargo, aquel cuya cuna está enmarcada en la opulencia, si es despojado de sus pertenencias, no podrá, de ninguna de las maneras, desprenderse de sus lujosos hábitos. En mayor o menor medida es lo que sucede con los ‘noventeros’, aquellos recién bautizados como una generación rica -a mi parecer multimillonaria- que, con el paso de los años, tan sólo consigue alimentarse de sus recuerdos.
Hoy quisiera hacer un viaje por el que fue el templo de mi generación -nunca mejor dicho- porque nosotros fuimos los que estrenamos, con la ilusión que lo hiciera una quinceañera con unos tacones nuevos, este hito de la ‘marcha nocturna’ que fue la Meca (Nada de Isla). No sólo fue el escenario de muchas de nuestras Nocheviejas -para muchos de mi edad la primera que nos dejaban pasar fuera de casa- sino, si viajamos un poco más en el tiempo, nos iríamos, seguramente, casi hasta nuestra más tierna infancia.

De la Meca, sus luces y su estridente música lo mejor era, sin lugar a dudas, su “Fiesta de la Espuma” a la que acudíamos de manera obligatoria todas las semanas aunque eso implicara resbalones, sordera transitoria y algún que otro punto en la barbilla.
Y es que había dos medios de transporte: el de toda la vida, el de San Fernando (ya sabéis, un ratito a pie y otro caminando) y la Wua-Wua. La Wua-Wua era un autobús desvencijado -eso sí, muy coloreado por fuera y bastante llamativo- que nos recogía de la gasolinera de Aníbal y, como la lámpara maravillosa de un genio, tras unos cuantos frotes y tambaleos, nos hacía nuestro deseo realidad.
Nos bajábamos como niños a la hora del recreo dando empujones y codazos para llegar a la taquilla donde Pepe de la Meca -me pregunto qué habrá sido de él- nos vendía las entradas que nos abrían las puertas de aquella imponente discoteca. Conforme entrabas ya se olía a detergente y el suelo estaba lleno de negras pisadas y ya se divisaban los muchachos más atrevidos haciendo piruetas dejándose los dientes por el camino.
La pista era como morirse, y de repente, aparecer en el cielo. ‘De la Zeca a la Meca’ rezaban los neones de las dos barras que la flanqueaban. La zona de baile donde todos esperábamos el momento del ‘chorro’. Pepe, con ayuda de algún mozo, sacaba ese tubo gigante y lo dirigía sin piedad hacia la multitud que esperaba esa lluvia blanca después de una interminable semana de sequía.
Y entonces empezaba lo bueno: ya no veías nada, sólo escuchabas al ‘disyoquei’(eso de dj es un término nuevo) ‘Deivid’ que siempre abría con la misma esperada canción: “Me llamo Deivid, soy de Madrid, de donde la música no tiene fin, yo soy así de extrovertido, no soy guapo pero tope divertido…”. ¿Que no era guapo?… Que levante la mano aquella que no miraba boquiabierta sus mallas ajustadísimas negras o su traje de buzo que enfundaban un cuerpo que yo recuerdo como hecho a cincel. Y ese microfonillo adornando su cara de veinteañero y su sonrisa inmutable, blanca, que relucía como una sábana tendida al sol. Todo el rebaño hacía su baile al ritmo de la canción Mr. Bain con los pulgares hacia los hombros y luego hacia él seguido de un giro aturdido.
A ambos lados de la cabina (donde no se podía pasar bajo ningún concepto y que estaba bajo el manto de una cúpula azul llena de estrellas doradas) sobresalían ‘las jaulas’. Aquellas tarimas con barrotes siempre estaban ocupadas por los gogós que no eran sino chicos y chicas populares de la época que se pavoneaban ante la multitud y que, como el que mira desde arriba como bendecido por alguna fuerza superior, marcaba los pasos que los demás debíamos seguir como si de un ritual se tratase.
La cúpula parpadeaba (seguramente de asombro) y veías a tu acompañante moverse como si de un fotograma atascado se tratara y te zambullías, y te volvías a capuzar, y todo esto hasta que los pulmones se te salían por la boca. Para descansar teníamos unos sillones ( con cristales rotos a los pies) en los que se duraba poco sentado pues desde la cabina los gritos de llamada eran incesantes.
Cuando llegaba la hora de ‘recogerse’ (no recuerdo haber podido quedarme nunca para ver el final) no podías hacerlo sino mirando hacia atrás y no quieto, sino aún bailando desde la puerta. Empapados y apestando a ‘espuma’ (¡qué aroma más característico!, nada desde entonces me ha sabido igual) emprendíamos el camino a casa con el rabo entre las piernas.
Por la carretera (por aquellos entonces en el culo del mundo, en los arrabales de una Águilas tan pequeña como nosotros) se veían siempre grupos de muchachos andando guiados por la única luz que se veía casi desde todos los puntos del pueblo: el láser.
El deslumbrante foco nos llamaba y nos despedía, nos alumbraba y nos dejaba también, a última hora, en la más oscura de las tinieblas: la de esperar una semana más para que eso tan grande se repitiera.
Por eso no puedo evitar, los sábados de verano, mirar ese faro (ya no luce como el de mis recuedos), cerrar los ojos y volver a verme en la pista con mi bikini de triángulo y mis mallas remangadas (que era el modelito que se llevaba) asfixiada por el humo que sustituía a la espuma cuando el chorro estaba cortado.
A veces, mis inmaduras lágrimas se colorean como aquella espuma lo hacía cambiando de color a cada minuto, a cada segundo… y me pregunto a cuantos de vosotros, los noventeros, os pasará lo mismo.
Al menos nos queda eso, el recuerdo de algo que jamás volverá a repetirse al igual que nuestra adolescencia. Fuimos poseedores de una pequeña parte de ese templo que cerró sus puertas para hacerse ruinas (como todos los grandes de la antigüedad). ¿Su ‘restauración’ quince años después?. Para quien la quiera. Yo, me quedo con la de la foto.

TEXTO: ANA GUALDA

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