Viajar es necesario. Vivir no tanto

El Duomo se yergue, imponente, lejano. Ásperas cuestas nos separan aún de él. Apretamos el paso, sudorosos y sedientos, con la vejigas hinchadas, a punto de reventar, y una camada de gatos rabiosos arañándonos el estómago. Pero en la atestada Oficina de Turismo había cola para utilizar los servicios, y además exigían por ello un estipendio nada desdeñable, que nos resistimos a abonar por dignidad. Tenemos además hambre y sed, pero el tiempo apremia.

Cine o sardina, le preguntaba por las noches su madre a un celebre escritor caribeño, poniéndole en la difícil situación de elegir entre cine o cena. Pizzas o Duomo, podríamos añadir nosotros, obligados a sopesar las alternativas para cumplir el ritual de la obligatoria visita mínima, o satisfacer necesidades fisiológicas vulgares pero apremiantes. Cae el sol de justicia que cabe suponer para las inmediaciones del “ferragosto”, y la ciudad es bellísima pero empinadísima.

La insostenible presión de las vejigas decide al fin por nosotros, y entramos en un tugurio anodino y mugriento, donde se exponen a la pública vergüenza espaguetis revenidos y apelmazados, con puntas tiesas, resecas como raíces de arbustos, y sospechosos triángulos de pizza que, en el sentido más literal, conocieron días mejores. Elisabeta me carga a traición con su mochila y su cámara y entra la primera en el aseo. Comprendo su gesto porque, si fuera más espabilado, yo hubiera hecho lo mismo antes que ella.

Me concentro para aguantar aún unos minutos más, mientras mantengo imperturbable la mirada inquisitiva de un tipo gordo con un mandil grasiento que espera tras la barra. Mi inmovilidad encubre una frenética actividad mental orientada a elegir prontamente el condumio menos tóxico y más rápidamente engullible. Me decido por unos “panini” envueltos en celofán y me oigo a mi mismo solicitarlos en mi limitado italiano de manual de bolsillo: “due birra e due panini di prosciutto e pomodoro, prego”.

Vuelve Elisabeta y me abalanzo hacia esa conocida ruta que es siempre “al fondo a la derecha”. Devoramos nuestro viático a toda prisa, porque el tiempo, realmente, apremia.

Las cuestas son cada vez más empinadas y el sol cae a plomo, con una inclemente verticalidad que se come nuestras sombras.

Por fin, rico de mármoles y nichos, de ojivas y cresterías, calado como un encaje de la más fina labra, aparece el Duomo, en medio de una explanada invadida por una multitud de visitantes, que han venido a lo mismo que nosotros.

Apenas entrevisto, tiramos de cámaras y vamos ensayando los ángulos más idóneos para dar testimonio a la posteridad de nuestro paso por esta ciudad ilustre. Cosa nada fácil, ya que inoportunas cabezas se interponen continuamente, malogrando una y otra vez la foto óptima. Después de varias, realizadas con desigual fortuna, me decido a echar una furtiva mirada directa al monumento. Empiezo entonces a apreciar los detalles que lo convierten en una obra imprescindible, mencionada en cualquier manual de arte que se precie.

Elisabeta me apremia: “Vamos Pepe, ya tendrás tiempo de fijarte mejor en la guía, que vienen varias fotos y perspectivas a todo color. Vamos a entrar, que si no no nos va a dar tiempo”.

Por suerte hay una cola, larga pero rápida, para entrar al Duomo, lo que me otorga unos minutos para contemplarlo, aunque con una perspectiva poco idónea.

Llegamos a la taquilla y pago dos entradas, que me cuestan lo que dos entradas de teatro en mi ciudad de residencia. Verdaderamente, en este país te cobran por respirar.

Pero, finalmente, vale la pena. El interior es fastuoso, lleno de mosaicos polícromos, de reflejos dorados, con arquerías y cúpulas entre las naves. El suelo está ocupado por figuras y cuadros compuestos con mármoles incrustados, entre los cuales circulan los visitantes a través de calles delimitadas con cordones. Es difícil apreciar tanta riqueza, tanta diversidad, recorriendo el interior del templo en una cola similar a la que había formada para entrar.

El tiempo se nos acaba, y me veo atenazado entre el sentido común, que me aconseja salir de aquí ya mismo, el sentido de la belleza, que me pide unos minutos más de gracia para entrever, siquiera sea fugazmente, las maravillas que se agazapan en casa esquina, y el instinto de supervivencia, que me reclama poner bajo control a Elisabeta, cuyo furor fotográfico, de naturaleza venatoria, la lleva a fotografiarlo todo infringiendo una y otra vez la prohibición expresa que figura a la entrada, y que numerosos vigilantes se encargan de hacer cumplir.

Además, hay que amortizar un poco las carísimas entradas.

Al fin, el reloj y el sentido común imponen su dictado férreo, y despierto a Elisabeta de su éxtasis fotográfico para irnos dirigiendo hacia la salida, sorteando como podemos a la marea humana entrante.

Una vez fuera, hacemos una evaluación rápida de nuestras posibilidades. Me doy cuenta de que, en realidad, no puedo situar ni siquiera aproximadamente la posición de la amplia explanada periférica donde aparcan a centenares los autocares de los turistas. Elisabeta tiene la vaga intuición de una dirección determinada, y hacia ella nos encaminamos, a todo prisa y esta vez, gracias a Dios, cuesta abajo.

Es un momento de tensión que exige de nosotros el máximo rendimiento físico, para atravesar raudamente una supuestamente pequeña ciudad medieval, y cuyas proporciones reales se nos antojan descomunales, así como se nos hace laberíntico su trazado; y el máximo rendimiento mental para pasar revista sobre la marcha a los signos o indicios que nos aclaren si estamos en la ruta correcta; signos que en nuestra anterior carrera hacia el centro apenas nos dio tiempo a discernir.

Pero Dios es misericordioso. Al cabo de resoplidos, carreras, errores prontamente rectificados y mutuas recriminaciones por no habernos fijado mejor en el camino correcto, acabamos divisando el autobús, inconfundible con su macho cabrío pintado en la carrocería, aún lejano pero real y verdadero. Lo alcanzamos haciendo un postrer esfuerzo.

Somos los últimos. Subimos a él, fulminados por los ojos duros e inmisericordes del guía, él “Führer” de la excursión.

El autobús arranca. Aún nos queda otra escala intermedia, y la larga marcha hasta Venecia. Si nos damos prisa aún podremos tomar allí, desde el hotel, la combinación de autobús, ferrocarril y “vaporetto” necesaria para bebernos un refresco en la Plaza de San Marcos, en alguna terraza próxima a las orquestinas típicas.

Exhaustos, nos adormecemos pensando en las delicias que nos aguardan, mientras en los altavoces del bus Manolo Escobar se lamenta por el robo de su carro.

¡Ah, los viajes, las vacaciones!.
Cuento, con un escalofrío no enteramente voluptuoso, los pocos días y las muchas etapas que nos quedan aún. El autobús sigue su camino en la carretera ardiente…

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