El verbo del pueblo

Hace unos días tuve la oportunidad de adquirir un libro viejo, publicado en 1962, que
se basaba en reproducir una amplia encuesta realizada al inicio de los años sesenta, en Cuba, entre la población más sencilla, especialmente en el medio rural, a fin de que definieran con sus palabras las enfermedades y los remedios que les aplicaban por tradición más que por otras razones más científicas. El fin último era conocer cómo el pueblo vivía la salud y así aplicar la revolución, también, a la medicina.

Voy a reproducir un ejemplo que me ha chocado para compartirlo con los atentos lectores abusando, una vez más, de la amabilidad que me dispensan al leerme.
Se tratan problemas de salud de todo tipo, desde los más graves hasta los más simples.

Sobre el problema, leve, del acné, un anciano campesino comenta:
“ Esto que le voy a contar es tan cierto como que hay un Dios en el cielo y como que me llamo Alberto. Cuando yo era jovencito tenía la cara malísima, de tanto grano que me salía. Empezaron a salir cuando yo tenía diez o doce años, por los pómulos y me fueron invadiendo la barbilla, la frente, las sienes y no se detuvieron ahí, siguieron por la espalda y el cuello. Era un tipo de grano que nacía y se ponía rojo. Después, se hacía una especie de pelotita roja que no reventaba. Era como un grano ciego, que no contenía humor ni reventaba. No era como los granos que uno conoce. Se parecía más bien a lo que antiguamente se llamaba divieso, pero no echaba humor. Mire la edad que tengo y todavía me quedan diez o doce verrugas en la parte de atrás del cuello. Pero éstos eran de otro tipo. Yo estaba desesperado porque tenía ya quince o dieciséis años y estaba en la edad de la jodedera; estaba en lo de las canturías, en lo de los bailecitos de los domingos, en lo de las serenatas por las noches. No sabía qué hacer, pero entonces una vieja me dijo que eso se curaba de una manera sencilla : tenía que buscarme a una mujer que estuviera en sus días críticos, con el período, para que me apretara los granos. Así que se lo dije a Manolo, que tenía una mujercita en el pueblo que era de medio pelo y que tenía muy mala fama. Yo creo que hasta le daba dinero a Manolo, pero a mí eso no me importaba. Manolo habló con la putiña para arreglar las cosas. Un domingo, estando ella con el período, fuimos los dos al pueblo y me apretó los granos. La pobre mujer me apretó los granos uno a uno desde la frente hasta la cintura. Después cogió un algodón empapado en alcohol, me frotó y ví las estrellas. Para no cansarlo con la historia, le diré que a los pocos dias, los granos se me fueron secando y noté que no había salido ninguno nuevo. Lo único que me quedó fueron las verrugas. Yo no se cómo explicar esto, pero yo certifico que es la pura verdad. No sé qué propiedad pueden tener en las manos las mujeres con el período. Es un misterio.”

Hasta aquí el relato de un anciano de 72 años que , en sus palabras llanas pero claras, define lo que para él fue un problema en su juventud, incluídas las circunstancias y el modo en que lo resolvió.

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