Abastecimiento

La vida en el pueblo en aquellos años se concentraba en lugares muy reducidos: la iglesia, la Glorieta, el puerto hasta la escollera, la pista del Casino en verano, la Plaza de Abastos durante todo el año. Era el dominio de las mujeres en una sociedad en la que eran las encargadas de todo lo concerniente a las compras, propietarias de todas las cocinas, con pocas o nulas intromisiones masculinas. En aquella época, salvo algún caso excepcional, los hombres entregaban el salario y ellas eran las encargadas de abastecer a diario la despensa, reducida a pocas cosas porque no existían los frigoríficos actuales -las neveras con hielo era lo más gratificante- ni se conocían los congeladores. Así que todos los días estaban obligadas a desplazarse a la Plaza de Abastos en donde podían comprar todo lo necesario tanto en carnes como en pescados, en frutas y verduras, en flores de adorno o de plástico que comenzaban a hacer furor, todo estaba al alcance de esas mujeres que debían echar mano al ingenio en muchas ocasiones para poder sacar la casa adelante.
Los puestos de pescado, comandados por chillonas mujeres enlutadas- se colocaban en una parte y las señoras le miraban sobre todo los ojos tristes, abiertos o cerrados, vidriosos o apagados, antes de efectuar la compra. Y las mujeres se iban de puesto en puesto, mirando y remirando los precios, apreciando el real, mucho más la peseta, aunque los precios no diferían en mucho, las pescateras, siempre vocingleras, competían en su discurso triunfal, en la fortaleza de su mercancía, en los barato de su mercancía con sones repetitivos. Las carnes colgaban de los pinchos abiertas en canal y despedían un fuerte olor que, mezclado al del pescado, traspasaba el ambiente. La plaza era como un ágora en donde se juntaba el colectivo para intercambiar noticia. Las verduras a una parte, mezcladas con la fruta y las patatas, mientras que las flores ocupaban un extremo de la plaza, a la entrada por la puerta principal por donde se acertaba a ver una redonda caja de sardinas en bota que derrochaban todo su fuerte aliento salado. Y un ambiente que a veces era dulzón dejaba paso al aliento o al olor podrido.
Y junto a los puestos oficiales, llegado el verano, adosados al edificio y en las calles adyacentes, se situaban los meloneros, hombres que, como los tuareg, mercadeaban de pueblo en pueblo, acarreando bonita y selecta mercancía de melones y sandías, que no siempre las diferenciábamos de manera precisa, y hubimos de recurrir más tarde al melón canario, al melón de agua, para ir diferenciando las especies. Los meloneros los colocaban en grandes bloques, unos encima de otros, hasta parecer en ocasiones garitas en donde se protegían, trincheras en donde combatir al enemigo y casas en donde se situaban los propietarios, obligados a dormir con un solo ojo, para vigilar la fruta de sus desvelos durante la noche. Dormían en la calle, a veces tapados por un toldo que enlazaban con las ventanas o balcones y allí esperaban con ansiedad los fines de semana porque era costumbre que los mozos, tan pronto acabara el cotillón, fueran a comprarle una pieza que era comida en la escollera o en la playa tras muchas consultas con el vendedor que siempre aseguraba, aunque después no se correspondiera, que era puro caramelo, que estaba maduro, que no había otro igual, que estaba dispuesto al cambio en el caso de que no saliera bueno.
Las calles adyacentes de la plaza de abastos se colmaban de estos puestos estivales en donde abundaban los hermosos, robustos y redondos melones de agua, con sus pepitas negras, con sus dientes rojos, algunos abiertos para que sirvieran de prueba y cata. Y allí estaban los más reducidos de tamaño, finos, de piel amarilla, refulgentes en la noche, los canarios, una especie que se cotizaba al alza. Y estaban las diversas marcas, a la espera de que llegara la mañana y aparecieran las amas de casa dispuestas a preguntar en todos los puestos antes de llevarse a casa la fruta codiciada. A veces iban acompañadas de las criadas, otras veces en solitario, dando varios viajes a la zona, entreteniéndose en comentar los sucesos del pueblo, estacionado en invierno, más agresivo y sofocante en invierno. Aledaño a la plaza de abastos se situaban asimismo los vendedores de chumbos, unas veces enteros, con sus pinchas, con sus cuerpos enrojecidos o anaranjados o con sus verdes corazas y sus agudas defensas, sobre todo cuando no habían alcanzado la madurez plena. Y también los vendedores de caracoles, en sus redes, con esa baba que resbalaba por la malla que los protegía. Y se vendían por docenas, como los chumbos, pero nunca abarcaban el espacio de los meloneros, capaces de extender toneladas de pepitas en estrecho contorno. Otras veces había que desplazarse de ese epicentro comercial, sobre todo cuando se anunciaban por parte del pregonero, tras hacer sonar la corneta, que se podían comprar morcillas en tal sitio, carne en tal otro. Y allí se desplazaban rompiendo la armonía del mediodía, la luz de la mañana, para dejar paso a los olores de los caldos de pescado, a los guisos de lentejas, a los fritos y al sabor de los jugos gástricos.

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