La casa Alarcón

Había abierto los ojos en una habitación – antes las madres convertían su dormitorio en paritorio- de la casa de los Matranes, en el mismo lugar en donde más tarde pusieron el taller de fotografía, circunstancia que he aprendido a última hora porque yo me creía venido al mundo a seis metros de la playa de Poniente, en la casa del siglo XIX; una mansión del siglo XIX que, gracias a la gentileza del ingeniero madrileño José Luis permanece intacta, tal como fue construida. De allí nos llevaron a Jovellanos, la calle en donde realmente abrí los ojos al mundo, a los afectos familiares, a la vigilancia del abuelo materno, el maquinista de RENFE, orondo, cazador con galgos y con los podencos de los hurones. Fuera porque habíamos crecido en demasía, fuera porque mis padres pretendían independencia, nos trasladaron a la calle Rey Carlos III; a la misma casa que mis abuelos paternos habían abandonado para ocupar la de la Glorieta, en el mismo centro del pueblo.
La casa de los Alarcones, como siempre le hemos dicho, ocupaba el lugar en donde hoy está instalada Caja Murcia, la sala de exposiciones de la Cultura. Los bajos estaban ocupados por la imprenta Alarcón, con sus antiguas prensas de 1920 en donde se trabajaba el plomo para la composición de los libros, folletos, esquelas. Fue la primera vez que di con el mundo de la impresión. Allí, en la parte inferior, con salida al callejón de Alejandro Viseras y los Estrada, hervía un mundo de obreros con mono azul ( Diego Quesada, Juan Mira, Diego Rabal) con el zumbido especial que dejaban las prensas en movimiento. Enfrente estaba el colegio de parvulitas que regentaba Amalita Fernández Corredor, una maestra con numerosos atascos en su palabra antes de expulsarlas. En el primer piso estaban instalados los Alarcones, dicho está, los viejos y los jóvenes, dos o tres célula de una misma familia en donde abundaban los Luises, las Mercedes, los Serafines y los Salvadores, sin que nunca supiera distinguir quienes eran los cuñados, los hijos, los abuelos, los nietos de tan amplia estirpe. Los Luises ejercían en la panadería y se levantaban de madrugada y uno de ellos, cuando era joven, sufrió un espantoso accidente que le dejó marcado el rostro. Los que dirigían la imprenta llevaban vida más pacífica y sobre todo los que se dedicaban a la venta, en la tienda, de lápices, borradores, libretas, pizarras de la escuela, tizas y todas esas componendas académicas de las que andaban bien surtidos. De la cocina de abajo subía siempre un fuerte olor a guiso que preparaba Mercedes, pero también ascendían las notas del piano que tocaban tanto Piedad, organista asimismo en la iglesia en la misa mayor, y Maluqui, ambas maestras de algunas discípulas que se encargaban de aporrear el instrumento que tenían en la sala principal.
El segundo piso lo ocupábamos nosotros y las muchas criadas que estuvieron a nuestro servicio. Disponíamos de un salón grande, que permanecía clausurado salvo para las grandes y pantagruélicas cenas de las que algún daré cuenta. Había grandes dormitorios de techos altísimos, el comedor pequeño, la cocina, cuarto de estar, y yo recuerdo muy especialmente una habitación enorme en la que jugábamos incluso al fútbol con mi hermano. Había una gran casa de juguete en miniatura, de cuatro o cinco pisos, y toda clase de espacio para los juegos de chapinetas, cercado para los dos patos que criaba, rincón para el gato y para la tortuga romana que se paseaba a sus anchas y que un día se perdió para siempre y agujeros para los ratones, mucho más habituales de lo que lo son ahora. Y una habitación al final en la que se criaban gallinas y hasta conejos que se reproducían vertiginosamente. Tres terrazas, llenas de macetas y flores, eran lo más significativo de una casa abierta a la luz y a los patios. Uno de ellos daba al de la cárcel del Ayuntamiento en donde estaban los presos y a los que le echábamos cigarros y mendrugos de pan.
El piso superior volvía a ser de los Alarcones, permanecía siempre cerrado, pero si milagrosamente se abría, allí había ni más ni menos que toda una granja de pollitos de todos los colores que eran alimentados por grandes y potentes focos. Lo mejor era una enorme terraza en la que mi hermano había instalado su plataforma para cazar palomas pipiritas, donde tenía sus palomos picas tanto dedicados a perseguir a la “perdida” como a atraerse féminas de su condición que acababan en la cazuela. Saludables días en los que una sopa de pichón ocupaba el cetro del yantar. Antes de entrar en la terraza había un enorme armario, una especie de arca, en donde encontré un Romancero de Soria, en edición del XIX, que leí con avidez pese a que los ratones se habían comido su media ración de hojas. La casa, grande y destartalada, con altos techos en donde se dibujaban las grietas y cuatro grandes balcones a la calle Carlos III que nos permitían seguir el curso tranquilo desde las alturas de un pueblo pacífico.

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