A vueltas con el Carnaval


De Ramón Jiménez Madrid
Hay pueblos en donde se enciende una bombilla de la luz y se monta una verbena de modo súbito, algo así sucedía en Águilas en aquellos días del inmediato franquismo, cuando el Carnaval estaba prohibido por las leyes, pero permitido y consentido -o al menos se trasladaba de corrillo en corrillo- por el capitán de la Guardia Civil que procuraba, según dicen otras lenguas- encerrarse en verde sala para intercambiar copas y espadas o por el jefe de la guardia municipal, seguramente porque olvidaba las gafas en sus casas y no eran capaces, ni uno ni otro, de divisar los pequeños y fugaces movimientos que se sucedían, nada más llegar la tarde, por la Puerta Lorca, eje principal de un sambódromo por entonces inexistente. Nada había programado ni establecido, no se había repartido prospecto alguno ni se hacía uso de la publicidad, pero todo el mundo aguardaba a que el suceso tuviera lugar, a que las máscaras se atrevieran a dar el paso y desafiaran las ordenanzas, a que los osados y pintureros se vistieran de mujer y a que algunos rostros femeninos, ocultos los rostros, se escondieran entre el bullicio y el griterío.
Allí, en la Puerta Lorca, nada más engullir el potaje, la olla gitana o el guisote de pescado, la gente, ansiosa y con la cara llena de alegría, salía a la calle para ver quién pasaba, quién se disfrazaba, que se nos ofrecía en aquel pequeño recinto que se ampliaba por la alborotada y repleta calle de la iglesia del Carmen hasta pisar la calle de los Arcos y, si había que salir disparados, pues se bajaba hasta el precipicio del Placetón o los estribos de la Glorieta, eje en donde no comparecían aquellas figuras que arrastraban detrás a los más menudos, a las madres con sus pequeños hijos, a las pandillas de adolescentes que brujuleaban por aquel territorio aguileño a la espera de esclafar -no en vano se había trabajado los días anteriores en meter los papelitos celestes y multicolores en la cabeza del desprevenido o del muy conocido- los cascarones de los huevos que se habían consumido en casa, muy dado el gentío a esperar la sorpresa, a deleitarse con la contemplación de todos aquellos que, sabíamos, habían de dar la cara vestidos, si eran hombres de mujeres (lo más habitual en todos los tiempos) o de aquellas que tapaban sus rostros y no querían darse a conocer, fin último de toda máscara que se precie. Todos, a la expectativa, se esperaba que surgiera el imprevisto, aquel otro que desafiara la prohibición y que, aunque fuera a la carrera, desapareciera de pronto por las calles adyacentes. Los había fijos y puntuales en la tarea, que acudían puntuales a la cita anual `pese a que bien se sabía que la noche era la sombra propicia para cobijarse bajo sus oscuros manteles. Si por la tarde las madres sacaban vestidas de gitanas a sus hijas pequeñas, si habían cientos de marineritos y monaguillos que dependían de las manos de los familiares, siempre se albergaba la esperanza de que las grandes figuras (Popeye, Ferrer, Lino, Puche, etc) aparecieran por el estrado, en aquel entonces sin sillas, filas, palcos, comparsas sin la industria actual que acompaña a la fiesta. Un abigarrado conjunto que se movía a cada instante, que bullía, que permanecía atento a toda contingencia que ocurriera en los portales de las casas, en los canceles, en las escaleras.
Mucho más consentidos en los sesenta, los jóvenes nos reuníamos en pandillas, cada cual en su casa, sin acuerdo previo, sin martingalas, adornos, con lo que se tuviera a mano. Y se procuraba convocar la reunión en alguna casa particular en donde se congregara el grupo. Y se aprovechaba para el baile o el guateque, pues mejor que mejor, porque desde siempre baile y carnaval han ido pegados en Águilas, adheridos como el bebé recién nacido a la ubre de la madre. Y no era extraño que se formaran grandes grupos que se juntaran para hacerse fotografía de rigor, única manera de rodar para la eternidad. Y confraternizábamos unos y otros en alegría en días de plena diversión, sobre todo para la noche, pero ya abiertos los cielos de la fortuna en el salón de espejos del Casino, lugar de máxima concentración carnavalesca de todos los tiempos. Con música o sin ella, con el calor que proporciona la siempre animada cuerva que desde tiempo inmemorial ha sido la que ha puesto el mundo gasolina en el depósito, fuerza en la voluntad y ánimos para estar hasta las tantas de la madrugada bailando con tu mujer, la novia del otro, con el marido de la cuñada o con la máscara que te había guiñado el ojo y que podía ser tanto hombre como mujer, que el mundo se ponía del revés tan pronto como se organizaba el tablao carnavelesco de la farsa y se procuraba confundir, sugerir, engañar, reírse a costa, que todo gran secreto guarda momentos para el recuerdo.
La noche era la gran hora esperada, la cúspide de la montaña, cuando se juntaban las tinieblas con el alegre son de la juerga en las casas particulares, en los bares y espacios abiertos, en los centros en donde se mantenía abierta la puerta, a resguardo de contingencias. Pero sobre todo en el corazón del Casino, sede y alma de aquellas inagotables noches de Carnaval.

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