Mustafá

Se acercó como una sombra, lentamente, sin hacer ruido, al pie de la obra del callejón del Cuervo. Con su chilaba polvorienta y los pies ensangrentados sobre unas sandalias desgastadas por kilómetros de camino, con la voz temblorosa, pero con la cabeza erguida se dirigió a mí: ¿Tú llama Escame? Su acento no dejaba ninguna duda sobre su nacionalidad. Sorprendido en mis pensamientos de viernes a las 2 y media de la tarde, deseando terminar mi jornada laboral, no acerté más que a interrogar: ¿qué? Mustafá insistió en el mismo tono ¿tú llama Escame? Pero ¿cómo era posible que esta persona que veía por primera vez en mi vida pudiera conocer mi apellido?

Mustafá, creyéndome capataz de la obra, me solicitó trabajo. Acababa de llegar de Mojácar después de un viaje de 14 horas en el coche de San Fernando:” Yo poco dinero, 5 euros día. Yo catorce horas sin comer. Yo enfermo azúcar, marcho a Cartagena andando”. Con los ojos llorosos me enseña la etiqueta de un medicamento contra la diabetes. Se me parte el corazón y le interrogo¿has solicitado ayuda a la Policía Local para que te proporcionen un billete de autobús y dinero para un bocadillo? Mustafá me pone al día. Me contesta en su rudimentario castellano que no tiene en regla sus papeles de pobre. Ya no sabe ni cuánto tiempo hace que camina por ciudades de alquiler, arrastrando la sensación de que sobraba en todas partes.

Ante su penosa situación llevo mis manos a los bolsillos de mi pantalón. Sólo llevo encima las llaves del coche, de mi casa y de la oficina donde trabajo. Coche, casa, trabajo, un lujo que no está al alcance de Mustafá. Ningún euro para que al menos pueda comer ese día uno de tantos inmigrantes que escapan de su país buscando el paraíso en el viejo continente. Quería volar y Europa es una jaula.

Agobiado, llamo a mis compañeros de trabajo que observan la escena tan conmovidos como yo. Por fortuna uno de ellos le puede dar 2 euros, única cantidad disponible que ofrece a un Mustafá lloroso que besa nuestras manos y que se aleja tan silenciosamente como había llegado. Como una sombra en pena caminando hacia la ciudad departamental.
Conocemos a muchos Mustafás. Son carne de subterráneo y de conquista. La cuña justa para que no se tambalee la mesa de la fiesta. Son mano de obra barata. Han sobrevivido a cárceles y palizas y tienen como único guía a sus sandalias. Son el camello, el pecado, la fulana. No son inocentes, sea quién sea el juez.

Ese primer viernes de Febrero, cuando llego a mi casa y me encuentro con la comida en la mesa, no puedo llevarme nada a la boca. Mi conciencia me echa en cara que no hiciera más por Mustafá. Mi escasa solidaridad me atormenta durante todo el fin de semana. ¿Habrá sobrevivido Mustafá un nuevo viaje con 2 euros como únicas alforjas? ¿Comprenderemos nosotros alguna vez que nadie abandona sus raíces, su cultura, su familia y la tierra donde nació si no es por pura supervivencia?

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