La transparecia del mal

Éste es un intento de urgencia para indagar en las claves de lo que hace tiempo nos viene pasando, desde una perspectiva personal, ayuna quizás de conocimientos específicos de sociología o antropología, y libre también de sumisión a ortodoxias o disciplinas académicas. Vaya lo uno por lo otro.
Pero es que no me resisto a terciar en un asunto que me parece de la mayor importancia “intrahistórica”, por recuperar un concepto de raigambre unamuniana que alude a lo que pasa realmente por debajo de la mudanza de las apariencias, que se aceleran vertiginosas en nuestra actualidad obnubilada.

La transparencia del mal parece una expresión contradictoria a poco que se piense. Aquello que del modo más inmediato e intuitivo denominamos el mal muestra tener la concreción y el peso de un negro meteorito que nos impacta con la energía y la contundencia de un mazazo, triturando, machacando nuestras esperanzas, llenándonos de dolor, aniquilando nuestras conciencias.
El mal no es transparente, es esencialmente opaco. Obstruye nuestras vidas, obstaculiza nuestro futuro, levantando ante nosotros una muralla impenetrable, más allá de la cual solo hay tinieblas.
Piense el lector en cómo una guerra, o una crisis económica como la que nos sigue azotando, implacable, pese a los interesados cantos de sirena de los políticos que nos aseguran que ya no existe, destruye trayectorias personales, planes, proyectos, ilusiones, y nos confronta con un futuro tan amenazante como incierto, mostrándonos cómo se ríen de nosotros los viejos dioses.
Este mal, en cierto sentido ajeno en sus causas a la mayoría que lo padece, el mal evidente en una guerra o un genocidio, el gran mal que destruye naciones y aniquila vidas humanas por millones, ha golpeado al mundo desde siempre, y ha castigado a la vieja y civilizada Europa con las peores guerras de su historia en el pasado siglo XX.
Ese mal pareció erradicarse como una tormenta de acero y fuego que descarga devastadora, para desvanecerse después, anunciando un cielo despejado que permitiese el florecer de la esperanza.
La segunda mitad del siglo XX fue un renacimiento fecundo de la prosperidad, la seguridad material y, como consecuencia, del éxito a escala colectiva e individual. Vinieron generaciones que vivieron materialmente mejor que sus padres y sus abuelos, mejor que nadie que los hubiese precedido.
Sin embargo, por debajo de tanta luz metafórica y real, con las ciudades convertidas en explosiones luminiscentes que apagaron el fulgor nocturno de las estrellas, había una sombra omnipresente, ominosa.
Esa sociedad autosatisfecha y enriquecida vivía secretamente atenazada por el miedo. Cundieron en ella la conflictividad, las neurosis, un gran malestar latente que se ha ido traduciendo en una oscura guerra de todos contra todos, por debajo de unas apariencias sistemáticamente blanqueadas por los poderes secretamente dominantes.
Poderes que no han cesado de fomentar esa conflictividad llevándonos a una sociedad cada día más competitiva, más egoísta, más insolidaria, y como inevitable resultado, cada vez más atomizada y manipulable.
El grandísimo, el genial Jorge Luis Borges vaticinó todo esto en un formidable relato, certero por que no fue un ejercicio de futurología (los futurólogos yerran siempre), sino de penetrante inteligencia.
El relato es del año 1949, figura incluido en su libro “El Aleph” y tiene por título “Deutsches réquiem”.
Es la confesión de un criminal de guerra nazi en vísperas de su ejecución. Cito textualmente: “… Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima… Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas”…
El mal en nuestro tiempo, lejos de desaparecer, está más presente que nunca. Sólo que ha modificado su modo de manifestarse. Lo ha hecho a imagen de lo que vaticinaba el gran poeta francés, iniciador de la modernidad literaria Charles Baudelaire: “La gran astucia del diablo es convencernos de que no existe”.
En mi modesta opinión el hecho más trascendente de nuestra época es que el mal se ha vuelto transparente. Esa moderna transparencia del mal que lo hace invisible para la mirada anestesiada de nuestros contemporáneos le ha permitido instalarse ubicuamente en nuestra sociedad occidental primero, y en todo el mundo contemporáneo a continuación.
Ese mal transparente es terrible; erosiona y degrada las conciencias, distorsiona la percepción ética de las acciones y sus consecuencias, enferma y envilece a las sociedades, que asisten a una disolución de valores y principios que las pudre por dentro, hasta el momento en que no pueden sostenerse.
¿De dónde se cree el lector que viene esa famosa crisis, a la que habremos de acomodarnos y que pronto será cínicamente negada del todo por políticos y banqueros?
La crisis, y las que las sucederán en un próximo futuro es la expresión y la consecuencia del cáncer moral de nuestra sociedad, ni más ni menos.
Le escuché a Julián Marías, el último de nuestros grandes filósofos, repetir en varias ocasiones que el acontecimiento más grave del siglo XX había sido, por encima de guerras y revoluciones, la aceptación social del aborto.
El aborto (perdonadme feministas y modernos varios) era para un eminente jurista de la Audiencia de Granada “un asesinato con todos los agravantes y sin ningún atenuante”.
Pues bien, en esta España de nuestros pecados, en la que el politiqueo trapichea con fines electoralistas con tan grave cuestión, un adolescente no puede consumir alcohol en un establecimiento público pero ha podido abortar sin el permiso y el consentimiento de sus padres. El peor genocidio, y el más vil, está teniendo lugar cada día en medio de un silencio escalofriante.
El mal se ha hecho tan transparente que lo ortodoxo y lo progresista es renegar de su propia existencia; negarlo incluso como concepto relevante.

«Piense el lector en cómo una guerra, o una crisis económica como la que nos sigue azotando, implacable, pese a los interesados cantos de sirena de los políticos que nos aseguran que ya no existe, destruye trayectorias personales, planes, proyectos, ilusiones, y nos confronta con un futuro tan amenazante como incierto, mostrándonos cómo se ríen de nosotros los viejos dioses”

Un filosofillo de salón, de esos que se ríen del mundo desde su torre de marfil, sonreirá displicente si se le menciona el concepto. Un psicólogo de esos que caen sobre las víctimas de una catástrofe para darles, no faltaba más, su inmediata asistencia, se llevará las manos a la cabeza, si se dice que un adolescente asesino o un copiloto que estrella voluntariamente un avión repleto de pasajeros son unos malvados.
El adolescente habrá sido víctima de “un brote psicótico” y la sociedad se desvivirá por atenderle, sin dar la menor relevancia a sus víctimas. Por su parte, lo que excusa al copiloto es que “estaba deprimido”, como si eso fuera una justificación para una acto indeciblemente rencoroso y malévolo.
Vivimos en un mundo perverso, que nos esclaviza, nos expolia con impuestos abrumadores y confiscatorios y salarios cada vez más miserables, cercena cada día más libertades y convierte la vida social en un campo de batalla por la mera subsistencia. Nuestros dirigentes, instituidos en casta por encima del bien y del mal (y que conste que no comulgo nada con Podemos), proclaman cada día con sus actos que la honestidad es la servidumbre de los idiotas.
Concluyo afirmando que nuestra sociedad en su conjunto vive como hipnotizada por un hechizo maligno: una ceguera moral absoluta. Si no despertamos a tiempo el mal dejará de ser transparente y se nos hará bruscamente visible cualquier día, destruyéndonos bajo las formas más inesperadas y terribles.

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