La estación de ferrocarril de Águilas, desde 1890 narrando historias

Por Leandro Miras Ontiveros.

Nací alrededor de 1888, a escasos metros del mar.
En 1890, comencé a vibrar emociones de salidas, entradas, prisas, descansos, esperas….
Mi andén era un torrente de vida:
Gente que va, con la esperanza de volver, trenes que regresan con la alegría de sus veranos incontables.
En mi cantina, los empleados de talleres y estación, calentaban sus cuerpos en las frías mañanas de invierno. En el hall, como así llamaban los ingleses, albergué entre bancos de madera adosados alrededor de todo el espacio, a aquellos madrugadores viajeros que tras pasar por mi taquilla ocupaban luego sus asientos. En las horas siguientes, las puertas que conducen a las vías o escalinatas de salida, latían incesantes en mi propio corazón. Pasaron los años y me hice centenaria. Mis paredes y ventanas, enmudecieron su color. Llegó peor un 31 de diciembre de 1984, donde la soledad de trenes mineros, correos y turísticos, ramificados en mi hermana Almendricos, silenciaron los pasos de mi largo camino en el tiempo. Casi muero, muchas otras compañeras no pasan hoy de ser un apeadero. En 1998, mi rostro desconchado se debatía entre balastros y maleza, incluso la luna de noche me miraba con tristeza.
Después me reformaron, pero las inclemencias del tiempo me hicieron recaer hasta sufrir desolación y aburrimiento. Hoy quiero deciros que estoy contenta, pese a la escasa actividad de esta pandemia que ya suena a vacuna, me están lavando la cara y como cantan sus pintores: Estaré, más bonita que ninguna.

 

En las imágenes, vemos las obras de pintura actuales y una fotografía de 1998, cuando estaba casi abandonada.

 

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