El cine de verano de los Noventeros aguileños

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Regreso al pasado: El cine Capri de verano sonaba a cáscaras de pipas y a bolsas de gusanitos, a latas de fanta, a chillidos, silbidos adolescentes y a tímidos primeros besos
Parece que fue ayer cuando nuestra generación, aún enfundada en granos y ortodoncias, en cuerpos a medio hacer y sonrisas fáciles, se arremolinaba alrededor del puesto de ‘chucherías’ de ‘El Martino’, aquejados por la prisa del comienzo del pase de noche de los domingos.

En aquella golosa exposición podías comprar casi de todo, desde bocatas de pan de ‘ratón’ de chorizo o mortadela con olivas -que casi todos llevábamos de casa- hasta esos caperuzos de palomitas acartonadas que tan bien nos sabían. Pero sin duda el producto estrella eran las pipas envasadas al estilo casero y las bolsas de ganchitos naranjas gigantes cuyos restos no había más opción que sacarse a escondidas del acompañante con el dedo de entre los huecos de los dientes.
Ya en la entrada se escuchaban las risas de los jóvenes y sus profundas conversaciones del estilo ‘¿voy bien? ¿me ‘pega’ la falda con la camiseta? abriéndose paso entre empujones y pequeñas disputas para ‘colarse’ para comprar el tiquet que, por aquella época, solía ser doble y te permitía quedarte a una segunda sesión de una película que había sido estrenada con anterioridad.
Una vez pasada la rampa acicalada con esa cortina de terciopelo rojo -que hacía riguroso juego con los sillones de la sala de invierno con aquella gigantesca lámpara de araña- empezaba la carrera para ‘pillar’ el mejor sitio.
El cine de verano no tenía acomodador, ya que ese pobre hombre que soportaba a los chiquillos e intentaba -a menudo sin éxito- mantenerlos en silencio durante el pase era ‘el Linterna’. Quién de nosotros no habrá girado la cabeza y se habrá escurrido por el asiento incomodísimo y más duro que una piedra después de haber gritado por puro entretenimiento: ¡Linternaaaaa!, arriesgándose a que su paciencia terminara echándole a la calle.
Y es que desde la calle también se veían las películas. El ‘gorroneo’ de los pisos aledaños cuyos vecinos se sentaban en butacas escupiendo las pipas a la calle no era más que el preludio de lo que hoy es la gran amenaza del cine: la piratería.
Sí, esa era su forma de piratear, amontonarse en los balcones cada fin de semana para ahorrarse las pesetas de la entrada.
Si tenías suerte y llegabas una media hora antes del pase, podías colocarte en los asientos que estaban resguardados por una especie de ‘tambanillo’ metálico ya que ese y no otro, era el mejor sitio no sólo para ver la película desde un sitio privilegiado, sino para realizar de manera impune las clásicas fechorías de tirarle a los delante gominolas, los garbanzos secos -que nadie se comía de las bolsas de cascarujas- y gritar sin ser visto, entre otros ‘inocentes’ menesteres.
El cine de verano olía a mar, a refrescos y a pipas mezcladas con saliva porque en aquella época las palomitas eran algo secundario que casi nadie compraba.
Sin pipas no había película y sin su ruido, parece que a la pantalla se le borraba el sonido.
Estornudos, toses, risas, besos, crujidos, hacían el particular doblaje de los estrenos que se veían solapados, de cuando en cuando por algún ‘Schhhhhhh’ desesperado del pobre inacuto que creía que ir allí y comprar su entrada le daba siquiera un ápice de derecho para escuchar decentemente la película.
Al cine íbamos a reirnos, a gamberrerar, a echarle de comer a los gatos que de vez en cuando nos pasaban entre las piernas y a espantar mosquitos a trompazos.
Sin duda, uno de los momentos ‘apoteósicos’ del cine de verano fue la reposición de Titanic, cuyo estreno en el de invierno la anterior temporada fue un verdadero caos.
Codazos, empujones, tirones de pelos y hasta algún tortazo se ‘rifaban’ por la cola que llegaba hasta Muebles San José.
La reposición en el cine de verano no fue menos multitudinaria.
Si no recuerdo mal, esa fue una de las últimas películas que se proyectaron en el cine de verano. Los que hemos tenido el privilegio de vivir aquella época, de ver una película mientras oliamos el mar y comíamos y bebíamos lo que nos daba la gana, que fumábamos y nos besábamos y chillábamos, no es de extrañar que ahora pasemos por la calle donde estaba y miremos con asombro y cierta molestia ese edificio que ha sustituido lo que un día fue el escenario de nuestra adolescencia. Con un Leonardo DiCaprio acompañado por una sonata de mocos y lágrimas se hundía, además del galán del Titanic, un lugar emblemático e irrepetible, un espacio a la luz de la luna que un día cerró sus puertas y nos dejó huérfanos de gritos, de risas y de besos.

TEXTO: Ana Gualda
ILUSTRACIÓN: María Díaz

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