Las buenas maneras
El otro día leí un artículo de opinión de Pérez Reverte en el que se endemoniaba por la falta de educación de un niño en un restaurante. Como siempre, daba gusto leerlo, a pesar del tono irreverente y los abundantes tacos. Me llamó la atención el hecho de que no era la primera vez que el cartagenero ocupaba su página con este tema. Incluso sospeché que había cierta obsesión por las formas, algo curioso en alguien que ha estado tirado por los suelos de las trincheras. Pero imagino que las buenas maneras no están reñidas con el lugar en el que uno se encuentre.
Una buena amiga mía es una maniática enfermiza de las formas. Cuando quedo para comer con ella me siento como los estudiantes en época de exámenes. Sé que cualquier movimiento podrá ser utilizado en mi contra. Y me pongo tan nervioso que la torpeza se apodera de mis manos, tirando la copa, manchando el mantel o pisando la servilleta, que por arte de magia ha acabado debajo de la mesa y no sobre mi rodilla. Con su mirada cortante sé que he vuelto a suspender en esto del protocolo culinario.
Y yo me preguntó, ¿para qué tanta parafernalia? ¿No podemos situarnos en un correcto término medio? Nadie puede aplaudir el comportamiento de esos niños malcriados que dan la nota en los restaurantes, mientras los padres comen convertidos en estatuas de hielo; pero tampoco puede soportarse la presión de colocar las copas y cubiertos en perfecto orden, aguantar la servilleta, mientras intentas comer un plato exquisito manteniendo la espalda recta y apoyada al respaldo, servir el vino sin que gotee y sin rozar la copa… ¡Qué estrés!
He vivido ambas situaciones y sinceramente cada día odio más comer fuera de casa. ¡Uf, comer en casita! ¡Qué privilegio! Sin zapatos, tumbado en el sillón a lo César romano, viendo la tele y sin tener que mantener una conversación a la altura del otro comensal. Sin niños metiéndose el arroz por la nariz mientras patean al camarero, que a pesar de su cara de resignación está invocando a Herodes para que sacrifique a estos pequeños hijos de su madre. Sin amigas petardas que se creen finas y nacieron en la Cuesta de la Pesquera, con todos mis respetos para los vecinos de esa zona. Sin tener que pegar el culo al respaldo de la silla, intentando que el tenedor llegue a tu boca sin dejar rastro por el camino, lo que es casi imposible. Sí, comer en casa es un regalo en estos días en los que las comidas de negocios nos secuestran día sí y día también.
Convertimos la hora de la comida y la cena en una extensión de nuestro despacho; trabajamos sin descanso, jugándonos el estómago, el próximo contrato y, en ocasiones, hasta nuestra propia familia, que dejamos aparcada en casa, mientras nosotros cerramos tratos entre plato y plato.
Después de esta breve reflexión, entiendo un poco más a este obsesionado articulista de Cartagena. Seguro que está hasta el gorro de comidas protocolarias y si encima le toca de vecino el niñito asqueroso con el arroz metido por las narices, la cosa es para escribir más de un artículo. Que le sea leve la próxima comida, señor Pérez Reverte, que uno hará lo que pueda para comer hoy en casa.