Un grupo de jóvenes protagonizan “La leyenda de la encantada” en Coy

La Leyenda de la Encantada o «Encantá» forma parte de la tradición oral, así como de las leyendas mitológicas narradas en numerosas localidades españolas, como Coy, donde los abuelos han transmitido a sus hijos y nietos este cuento. Hay muchas variantes dependiendo de la localidad, como la que se llevó a cabo en esta pedanía lorquina, donde un grupo de jóvenes representaron dicha leyenda de una manera magistral.

En Coy todas las noches de San Juan, desde »El Cabezo de la Encantá» sale »La Encantá». Cierto es, que si se pregunta en Coy no todos le dirán que es una princesa mora, sino una mujer rubia de cabello largo y muy bella que sale sale de la Cueva de la Encantá, ubicada Cabezo de la Encantá, para peinarse con su peine de oro en la Fuente de Coy. Cuando esta mujer mirar a alguien a los ojos lo deja encantado… en el propio cabezo hay dos agujeros de la cueva que se pueden ver).

En Coy siempre, todos los años, es típico ir a la Fuente de Coy para ver si sale esta Encantá, tomar una gaseosa a las 00.00 h. y pedir un deseo, también saltar la típica hoguera de San Juan.
Durante muchos años siempre se proponía hacer la representación, aunque finalmente nadie se animaba, pero este año un grupo de vecinos de Coy propusieron hacer la representación y así se hizo

Sandra Fernández del Amor se metió en el papel de »Encantá» junto con siete personas más que colaboraron como acompañantes de la misma. Para la escenificación se colocaron focos que alumbraban la fuente con diversos colores y música de violines. El grupo de actores salió desde el típico camino que recorre la Encantá, acompañados por el grupo de personas de Coy que organizaron el evento, portando antorchas y llegando a la Fuente de Coy, donde se hizo la representación que contó con las tradicionales escenas: la Entantá guiando al grupo, encantando a sus acompañantes, peinándose en la Fuente…
La representación terminó con la lectura del cuento escrito por una vecina de Coy, Josefa Del Amor.


EL CUENTO DE LA ENCANTÁ

Erase una vez un pueblo muy bonito al pie de una montaña, de casas sencillas y calles empinadas, cuyas gentes vivían tranquilas y alegres. Bajo una higuera, a las afueras del pueblo, todas las tardes se sentaba Antoñico el pastor. Con ojos tranquilos miraba a su ganado, contaba cada uno de los animales, silbaba a Florinda y ésta rápidamente recogía a todas las borreguitas; entonces, Antonio esbozaba una sonrisa de satisfacción.
Los años pasaban, las mozas se iban casando y su madre le decía: ¡Antonio, que se te pasa el regao! Y éste respondía: ¡Madre, déjeme, yo ando contento con el ganao caminando de un lado pa otro y ya encontraré el zapato a mi medida!
Pero las cosas cambiaron. Tras dos años de sequía, la preocupación se adueñó de las gentes de este pueblo. No sabían qué hacer, ni un hilito de agua brotaba de la fuente y el barro seco y cuarteado se extendía entre las junqueras. Ni las ranas cantaban. Las mujeres caminaban con sus cántaros hasta otros pueblos vecinos, pero los animales estaban sedientos y cada día los pastores tenían que recorrer grandes distancias para llegar hasta el agua. Ya era abril y el refranero se olvidó de estas tierras; se celebraron rogativas a la Virgen para ver si el viento traía nubes con agua, pero tan sólo cayeron unas gotas. Entretanto, Antoñico estaba atareado caminando de un sitio para otro sin saber qué hacer con su ganado, sacaba su flauta, echaba un traguico de la bota y todas las tardes recordaba la canción:
¡Que llueva, que llueva, la virgen de las cuevas!
Los pajaritos cantan, las nubes se levantan…
Que sí, que no, que caiga un chaparrón,
¡Que salga la fuente, y hasta el Carretón!
No se daba por vencido el amigo y siempre intercambiaba sonrisas con los demás pastores. Éstos en seguida cambiaban sus caras largas y desanimadas y comenzaban a bromear.
Entrados ya en el mes de junio, la gente estaba desesperada, todo eran lamentos, se barruntaba un verano seco y las lluvias no llegaban. Antoñico se desvivía buscando agua para sus ovejas, reparaba en cada sonido de los animales, observaba las plantas, los movimientos del ganado, y cada día terminaba rendido tras caminar durante horas. Una noche, la que el calendario señala como de San Juan, la luna era redonda y grande; Antoñico decidió conducir su ganado hasta la fuente. Apenas había unos cuantos charcos, pero era mejor que nada. Comió unos cachos de pan y se echó unos buenos tragos de vino, se quedó mirando el contorno de un junco iluminado por la luna y a pensar por qué los grillos estarían tan contentos mientras su ganado estaba sediento; y pronto el sueño le venció, y quedó dormido sobre su manta sabiendo que su perro estaría vigilante.
A eso de la media noche, cuando la luna aparecía entrecortada entre las ramas de un pino viejo, se desveló por los ladridos de su perra, aunque no logró despertar del todo; entre sueños, llamaba a su perra: ¡Florinda, Florinda, qué te pasa! La perra seguía inquieta, y éste se alzó, pues pensaba que algún lobo vendría a atacar a su rebaño… pero la perra se quedó callada y del silencio nació un sonido como de agua corriendo, ¿pero cómo? Se acercó hasta el mismo nacimiento… poco antes de llegar, divisó una luz blanca entre las zarzas que se movía lentamente hacia él. Entonces, notó como una presencia y giró su cabeza… una bella mujer peinaba sus cabellos largos con mucha delicadeza y sensualidad, le sonreía y le miraba con sus ojos azulados y brillantes, tal vez le lanzara un beso… En aquel instante quedó prendado, no había visto mujer igual en su vida, por fin se había enamorado; se frotó bien los ojos por si estaba dormido, volvió a mirar y observó cómo esa mujer de cabellos rubios sumergía sus piernas hasta las rodillas en el agua. El corazón no le cabía en el pecho a Antoñico y no tuvo otra ocurrencia que echar a correr; cuando se dio cuenta ya estaba en el pueblo. Se encontró con unos vecinos y les contó lo ocurrido. La mayoría de ellos no le hicieron caso, pero Federico, un señor mayor aficionado a contar historias, le acompañó hasta la fuente y, ¡vaya!, ya no estaba esa misteriosa y bella mujer… pero el agua corría alegremente por su antiguo cauce; entonces todos los vecinos vinieron y alzaron a hombros a Antoñico. ¡Qué contentos estaban!
El joven quedó tan enamorado que todas las noches de San Juan los vecinos lo acompañaban hasta la fuente, y entre cánticos de amor, gritaban: Encantá, encantá, dónde estás…, y el agua nunca más dejó de brotar. Dicen que en esta noche mágica, la Encantá lava sus cabellos dorados en la fuente y que algunas personas la han oído cantar; otros duermen a la vera del agua pensando que la verán. Si la ves, llama a Antonio.

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