Telefónica

El teléfono de mi casa era el 24 – no sé si nos adjudicaban el número en función de los usuarios que lo pagaban o por puro azar- y era un artefacto de baquelita negro y pesado, situado en lugar estratégico y principal, que no se utilizaba en los años cincuenta con la misma provisión que lo hacemos hoy en día. Tan sólo estaba, como objeto de culto, para recados importantes, para llamadas de largo alcance o de suma necesidad como una llamada a Madrid que, dicho sea de paso, había de ser solicitada previamente, a veces con la venia de tres o cuatro horas o con todo un día de demora, antes de ser concedida finalmente desde la centralita sita en la calle Carlos III, como casi todo lo que existía en Águilas. A nadie se le ocurría levantar la tecla del negro aparato para una minucia o para simplemente hablar por hablar como hoy ocurre con los móviles. Al principio no se podía hablar directamente y había que buscar la mediación de las operadoras para que te dieran línea, más tarde, cuando el progreso llegó de manera acelerada, ya se podía marcar en la ruleta el número que hubieras seleccionado. Pero esto no te otorgaba cláusula de favor ni la certeza de que conseguirías lo deseado. Había una posibilidad entre mil y de vez en cuando se producía el milagro.

Las llamadas –que recibían el nombre de conferencias- al extranjero podían ser pedidas un día y concedidas dos días más tarde, tal era la precariedad de un servicio con escasas prestaciones y con muchas limitaciones, cortapisas y carencias pese a tratarse de casi un artículo minoritario y selectivo. Y no era frecuente que el diálogo se interrumpiera por una u otra parte, que hubiera continuas interferencias, se oyeran sonidos ajenos o voces de otras líneas que se mezclaban en verdadero pandemonium ocasionando situaciones embarazosas y ridículas como no saber con quien hablabas, si con tus primos de Madrid o con el ministerio del Interior, con los empleados de Iberia o con la tía Tomasita, sorda para más señas. No siempre se conseguía el propósito de conseguir línea ni se tenía la certeza de que se pudiera acabar una conversación iniciada. En cualquier momento se cortaba la línea, se perdía la voz y había que llamar de nuevo a Teresa, la jefa del servicio, o a Sergia, para que restaurasen lo perdido. Nunca se sabía si las segundas partes tendrían la misma suerte.
Sospecho y barrunto que el teléfono era lujo de pocos –como la bañera o el bidet en los cuartos de aseo- ya que no estaba al alcance de todo el pueblo –numerosos amigos míos no disponían del artilugio en casa- y había por tanto mucha gente que se desplazaba directamente a las cabinas instaladas en la Telefónica de la Calle Carlos III para solicitar la conferencia para tiempo y lugar determinados. Había una sala con sillas en la sala de espera para aquellos que aguardaban con impaciencia que les tocara el turno. Alguien, con sorna, dijo en alguna ocasión que debían instalar camas o lechos para estar más cómodos. Siempre había un fuerte contingente de personas en aquel domicilio-oficina en donde suministraban la posibilidad , no la realidad, de poder hablar con el otro mundo y se producían corros de animada conversación en donde debías declarar a quien pensabas llamar, qué pretendías o de quien esperaban llamada porque a veces la telefónica te indicaba la hora en la que debías estar en la oficina para poder ejecutar el acto de la comunicación. Esto hacía que mucha gente optara por el telegrama, procedimiento más rápido y seguro, con la contrapartida de que no podía oír la voz del otro. Los telegramas, en papel azul y con la palabra stop resbalando por cada frase, los mandaba Lorenzo y estaban situados enfrente del horno de la Casera, en la calle Aranda. Si Telefónica hubiera estado situada allí, muchos de los pacientes hubieran degustado las tortas de sardinas que salían del horno indicado.

No había privacidad en aquellas cabinas separadas por una pequeña lona o simplemente por un estrado de madera. Había que hablar, una vez dentro, a grito pelado y en un pueblo, en donde no había mucho hueco para la prudencia, todo se sabía fuera porque había que gritarlo a través del hilo o porque siempre había gente alrededor dispuesta a esparcir la noticia. Si un trabajador estaba reparando el alumbrado público, cuatro o cinco le servían de mirones, atendiendo a las maniobras. Si alguien iba a la Telefónica y pedía conferencia con Barcelona, pronto se sabía si se marchaba del pueblo, si pensaba viajar a la ciudad condal, si le había tocado la lotería, o si esperaba el regreso de un familiar para las navidades, si la hija estaba embarazada o si al tío de Valencia le había tocado el cupón de los ciegos. En un pueblo pequeño, en donde todo el mundo se conocía, todo el mundo se interesaba por todo el mundo y pocas eran las cosas que se podían guardar, mucho menos si debías utilizar los servicios de una Telefónica que se fue a los altos de la Cuesta del Caño con lo que tuvieron que derribar la fuente que Villanueva, el arquitecto del Prado, había diseñado. La paciencia era una virtud que había que ejercer en aquellos días, sobre todo si era necesario acudir a la centralita para exponer tus problemas en sangre viva ante las fuerzas misteriosas de la naturaleza y sobre todo de la técnica.

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