Los orígenes de Calypso
Crónica de un verano que aún no se ha ido
Basado en recuerdos familiares, archivos de prensa y fotografías históricas
Cuando el verano era un lugar
Cada año, cuando el calendario empieza a sospechar que es verano, las redes se inundan de fotos: unas recién tomadas y otras envejecidas por el tiempo. Imágenes que evocan un verano distinto, más lento, más íntimo.
Entre todas, hay una que siempre aparece: la del Calypso.
No el barco. Ni la diosa. Sino el hotel redondeado que aún parece vigilar la costa como si esperara el regreso de un viejo amigo.
San Juan de los Terreros, entonces, no era un destino. Era un hallazgo. Una suerte de milagro natural al alcance de quien supiera mirar. El hotel-restaurante Calypso fue uno de sus primeros lugares. Un edificio blanco, de líneas náuticas, nacido no solo del ladrillo y el hormigón, sino del impulso casi poético de dos hombres: Vicente Bayona y Norberto Miras. Médicos aguileños, soñadores de tierra firme que quisieron rendir homenaje a un visitante ilustre y a una historia que aún hoy se cuenta como si acabara de ocurrir.
Porque Calypso no es solo el nombre de un hotel.
Es también el de un barco.
Y de una diosa.
Tres historias que se rozan, se entrelazan… y se funden.
I. La diosa que no retuvo a Ulises
En los días en que los dioses aún caminaban entre los hombres, Calypso era hija del titán Atlas. Una diosa menor con alma de refugio.
En la Odisea de Homero, es ella quien retiene a Ulises en su isla perdida durante siete años, ofreciéndole la inmortalidad a cambio del olvido. Pero él elige marcharse y volver a Ítaca, a su hogar. La isla de Calypso queda así como metáfora de lo que uno deja atrás para reencontrarse consigo mismo.
Quizá por eso el nombre nunca se ha ido.
Porque todos, alguna vez, hemos vivido en una isla que no queríamos abandonar.
II. El barco con nombre de mito
En marzo de 1959, un barco atracó en el puerto de Águilas. Se llamaba Calypso, y a bordo viajaba un hombre con gorra roja, mirada serena y corazón oceánico: el comandante Jacques-Yves Cousteau.
Científico, explorador, cineasta del medio marino. Había venido con su tripulación a estudiar el fondo del Mediterráneo para trazar el gaseoducto entre Orán y Cartagena. Instaló torres de comunicaciones, sumergió aparatos de medición, y saludó con cortesía a las autoridades locales, entre ellas el alcalde José Fernández.
En tierra, lo miraban con asombro: venía como del futuro.
Se dice —aunque nadie haya encontrado nunca la foto definitiva— que fondeó frente a las costas de Terreros. Que el eco del Calypso quedó flotando en aquellas aguas como una historia por contarse.
Tal vez por eso, dos años después, nació un edificio que llevaba su nombre.
III. El hotel que quiso ser barco
La imagen es conocida: un edificio redondo, elegante, rematado con banderines que ondeaban como si esperaran el regreso del barco. El Calypso fue más que un hotel. Fue un mirador del alma veraniega.
Bajo sus toldos se sirvieron tapas, se brindó por los días sin fin, se enamoraron cuerpos que hoy caminan por otros paseos. El edificio, en su diseño curvo, recordaba la superestructura del barco. Hasta los ojos de buey se podían atisbar, como si también hubiese sido refugio de náufragos sin rumbo fijo.
Allí iban los vecinos de la comarca a tomar una cerveza, a dejarse abrazar por la brisa. No importaba que quedara en suelo almeriense: era un rincón del alma aguileña.
Era, como la isla de Calypso, un lugar donde quedarse…
aunque uno siempre supiera que debía marcharse.
Un chiringuito en lugar de un mito
Hoy, el hotel ya no es lo que fue. Está cerrado.
Pero basta ver una foto antigua —como esa en la que los niños juegan en bañador mientras los adultos toman café con sombrero— para que todo vuelva: el sol, el salitre, la brisa.
Calypso fue muchas cosas: una diosa, un barco, un hotel.
Pero, sobre todo, fue la idea de que existe un lugar —real o imaginado— donde el tiempo se detiene. Y mientras haya alguien que recuerde aquella foto, aquel día, aquel verano… el Calypso no se habrá ido del todo.
Hoy, en el verano de 2025, delante del viejo edificio, aún resiste un chiringuito que como ave fénix, resurgió de sus cenizas y parece sobrevivir al olvido, como un faro encendido. Su arquitectura en madera, de aire artesanal y muy original, nunca a sido vista por estos lares, y acoge mañanas de desayuno familiares y tardes donde la arena aún huele a nostalgia.
Y por las noches, música en vivo: blues, rock, reggae, punk. Siempre es una sorpresa agradable. Pero lo que nunca cambia es el abrazo del mar con la Isla de Terreros al fondo.
