El hilador, una figura que se pierde

REPORTAJE.El esparto es una planta silvestre típicamente aguileña, que junto al tomillo, el romero, la bojalaga o la turmera compone una de las especies silvestres más concurridas en los campos de la localidad.
Su recogida y posterior transformación en hilaturas, fue durante muchos años, la materia prima que dió sustento y base económica a todo un pueblo.
Hilar esparto, trabajo laborioso en el que participaban familias enteras, sin distinción ni de edades ni de sexos.
La recolección del esparto se llevaba a cabo en pleno verano, cuando cuadrillas compuestas por numerosos integrantes, arrancaban de las atochas la planta con sus zamarros, para después hacer con ella grupos de manadas que, o bien lo vendían por kilos recolectados, o eran transportadas a la espalda para trabajarlas laboriosamente en la romana correspondiente.
Preciosos rincones de Águilas se usaban como “cocedores” de la planta que hacía de industria madre de Águilas. Paraísos ubicados en playas hermosas donde los aguileños y aguileñas pasaban las horas hilando, sin darse cuenta de que más que un trabajo llevaban a cabo un arte.
Un método de expresión que refleja el modus vivendi, el pensamiento y las experiencias de personas que vivieron hace apenas un siglo en la cuidad habitada hoy por nosotros, y de cómo era su sosegada vida antes de que elementos como el plástico se hicieran materiales cotidianos.

El esparto que llegaba a Águilas por ferrocarril desde Baza y el Almanzora era preparado en alpacas y transportado en estas barcas hasta los mercantes a vela o a vapor, desde donde se llevaba al resto del mundo

Proceso de elaboración
Tras la recolección del esparto, se procedía al secado del mismo.
Esta fase del proceso constituía el trabajo más laborioso y duro de realizar, es por ello que era el que precisaba de la mayor mano de obra.
Ya que, el esparto, tras haber sido secado, se transportaba a la sala de mazos, allí eran las mujeres las encargadas de machacarlo y picarlo.
Los mazos, instalados en grandes naves, consistían en duras vigas de madera, que accionadas por motores eléctricos o de gasoil, realizaban bruscos movimientos verticales mediante los cuales el esparto quedaba totalmente picado y perfecto para hilarse.
Más tarde, el esparto picado se le entregaba a los hiladores, normalmente hombres, formados también por numerosos grupos donde no faltaba la figura de los niños, que ejercían su papel de “meneaores”, que rastreaban el esparto hasta dejarlo perfectamente peinado.

Perfil del hilador
El hilador aguileño, según Juan Navarro, en su publicación “Águilas. Paisajes y Costumbres”, era un hombre de una edad media, alto, curtido por los vientos y los soles, con los pantalones paticortos y remendaos. Calzaba alpargatas valencianas, con suela de cáñamo y se cubría con un sucio sombrero de palmito de ala ancha.
Artesanos que se iniciaban en el duro mundo del trabajo con apenas 6 ó 7 años, dejando de lado los números y las letras, y en cierta manera hasta la propia infancia.
Era una existencia dura la del hilador, protagonista incansable de agotadoras jornadas que se iniciaban al alba y a las que le seguía la sola recompensa del descanso y la paga semanal, que tenía lugar los sábados.
La vida de un hilador estaba basada en la rutina, en la familia, en los buenos amigos, en el trabajo duro y las jornadas de vino tinto en la mesa.
Sus vidas se desarrollaban cerca de una orilla aguileña, bajo las inclemencias de los soles y los fríos, respirando muchas veces un ambiente insano que provocaba en ellos silicosis, una enfermedad de efectos devastadores.
Ya no quedan en Águilas fábricas que trabajen el esparto, el plástico ha ganado la batalla. Apenas quedan hiladores que se fundan con el paisaje de esta costa mediterránea decorándola con su figura descuidada.

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