Por qué nos pasa lo que nos pasa
Me veo, amigo lector, de nuevo inmerso de lleno en el habitual tráfago de la agitación cotidiana tras el paréntesis veraniego, que ya se me antoja remotísimo. Es indudable que a ti te ocurre lo mismo, salvo que seas uno de los primeros elegidos por la diosa Fortuna. Corren, como afirma cierto cantautor, “malos tiempos para la lírica”.
Son los tiempos de prepararse para la lucha, tiempos de abrir los ojos y fijarlos nuevamente en las realidades próximas y remotas, pues todas nos afectan en mayor o menor medida. En la llamada -equívocamente- globalización, deberíamos afirmar, como el emperador romano Marco Aurelio, que nada de lo humanos nos es ajeno.
Y es el caso de que lo que nos suele ocurrir es exactamente lo contrario; que en general lo humano nos es ajeno, por muy próxima que esté la situación que debería reclamar nuestra atención. Vivimos como ausentes, dormidos, narcotizados, no sólo ante los abismos de injusticia y dolor humano sobre los que se asienta nuestro mundo, sino ante las circunstancias que tocan en forma directa, o lo van a hacer de un modo inminente, no ya nuestra sensibilidad o nuestro corazón, sino nuestros intereses más pragmáticos; “nuestra cartera”, como suele decirse.
Vivimos, al menos hasta que se nos hace reparar en ellos, ciegos y sordos para las evidencias más palpables. De ahí el propósito que me guia en esta ocasión: colaborar modestamente a levantar, si quiera sea un poco, el velo que nos nubla tan eficazmente la vista.
Hay un hecho tan asombroso que debería escandalizar a cualquiera que no tenga el juicio ideológicamente obnubilado, y es la absoluta desfachatez con la que actualmete mienten y se desdicen y contradicen continuamente los políticos; la desvergüenza absoluta con que un equipo de Gobierno de una ineficacia práctica total; un equipo que ha malbaratado y hecho almoneda de la mejor herencia que recibiera en sus inicios Gobierno alguno en la entera historia de España, poniendo literalmente patas arriba todo aquello que han tocado sus torpes y resentidas manos; la absoluta desvergüenza, repito, y falta de escrúpulos, con que ese equipo presenta su calamitosa ejecutoria como si fuese un éxito histórico sin precedentes. Lo estamos viendo estos días, con declaraciones de un cinismo que sonroja, mientras una crisis económica galopante amenaza con reducir drásticamente, y ya mismo, nuestras expectativas y nuestra calidad de vida.
Ello por no hablar de hundimiento de la idea misma de España dentro de nuestras fronteras, dejándonos a cambio un desamparado tejido de reinillos de taifas discordantes y enfrentados. O por no mencionar el hundimiento del prestigio de España en ámbitos y foros internacionales.
Y surge, perentoria, inevitable, la pregunta: ¿cómo se atreven?; ¿cómo no les frenan en absoluto las múltiples evidencias en contra suya?.
Porque tiene muy claro que la reacción ciudadana, que habría sido radical y drástica en otros tiempos, es hoy prácticamente inexistente. Y no ya por parte de afectos contumaces, lacayos de nacimiento, cómplices diversos o estómagos agradecidos, sino por parte de sectores de población que no viven obsesionados con el cambio de sexo, la promoción de colectivos gays o la satisfacción de las legítimas aspiraciones territoriales islámicas que debería contemplar la Alianza de Civilizaciones. Sectores de población a quienes preocupan, o deberían preocupar, cosas como el paro inminente, el endurecimiento y la precariedad crecientes de las condiciones laborales y el aumento de la violencia y la delincuencia. O la inmigración masiva y descontrolada a la que no será posible atender ni integrar. O la imparable tendencia al control y al expolio de los ciudadanos por las diversas administraciones, y la pérdida progresiva de libertades. O el que sus hijos sean espiados en el recreo o los pasillos escolares por comisarios lingüísticos de los florecientes neonazismos periféricos.
Estos sectores masivos que ya ven o van a ver muy pronto caer su nivel de vida y sus intereses de todo tipo perjudicados, callan y otorgan.
Y surge de nuevo la pregunta: ¿es que nos hemos vuelto todos estúpidos?; ¿qué es lo que nos pasa?.
La respuesta a esta pregunta es tan bien la explicación de la gran mayoría de nuestros males, que no son inevitables, como se nos quiere hacer creer, sino consentidos. Consentidos por todos nosotros.
Le ruego ahora al lector que procure hacerse con una obra de lectura imprescindible a mi entender. Se trata del “Panfleto contra la estupidez contemporánea”, de Gabriel Sala.
Aquí se llama la atención sobre la estupidez no como condición natural del género humano, sino como nueva forma moderna y añadida de este mal; una estupidez fabricada y exportada a nivel planetario como el primer y más esencial producto de esta peculiar globalización que padecemos.
A esta forma artificial, especial y renovada, de la estupidez , le puso nombre uno de sus más influyentes promotores: Zbigniew Brzezinski, asesor del presidente Carter y experto en la mentira y la intoxicación informativa. La llamó “entetanimiento” (“tittytainment: vivir de la leche de los pechos de otros). Literalmente, el “entetanimiento” es lo que nos convierte a todos en “perpetuos mamones”.
Ese es el instrumento que nos mantiene a todos quietos en un sistema que requiere del 20% de la población mundial para el sostenimiento del aparato económico global, y considera superfluo el 80% de población restante, con las catastróficas consecuencias que cabe suponer para esa amplia población residual. Y para conseguir los niveles de sumisión necesarios sobre ese 20% de población productiva sometida a presión (a la que -hoy por hoy- pertenecemos) se requería una herramienta de control de masas incomparablemente más eficaz que los precedentes tradicionales de la coacción policial, la propaganda política o la fanatización religiosa, aunque sin abandonar del todo esos métodos clásicos.
Esa nueva herramienta es la transformación de sociedades libres en sociedades “entetanizadas”. Ahí estamos, como veremos próximamente.