Andrés Fernández Corredor
Tuvimos en mi familia amplio contacto con la familia Fernández-Corredor, del que recuerdo ahora mismo, con apenas cerrar los ojos, a Antonio, médico de un pueblo almeriense, y que venía, con su voz recia y bigote mosqueteril, por los tiempos estivales; y recuerdo a la delgada y célibe Amalia, vecina nuestra en Carlos III, en donde regentaba con genio vivo, pese a su atascamiento con la palabra, colegio de niñas pequeñas. Y casi todas las semanas el matrimonio de Eduardo y Pilar tenían cita puntual con mis padres puesto que se reunían con mucha frecuencia en sus respectivas casas para dar cuenta de los condimentos que Juan y Bese, Juan Navarro y Ángeles, mi tío Alfonso y Antoñica, Eduardo Cas y Paca, Antonio Caicedo y Ele, Alberto Arranz y Celia y algún otro preparaban para cada ocasión. Así que, muchas veces, nos hemos juntado con ellos para compartir alimentos, celebrar viajes o excursiones, compartir juguetes de la CAM con Pepe y Pilar, sus hijos, puesto que debo recordar a Eduardo Fernández Corredor primeramente como director de la Caja de Ahorros de Murcia y Alicante, teniendo a su lado a Diego García, el hermano de Colín y Tono, y de escuderos, algo más tarde, a Paco, el hijo de Carmelo el Fontanero, y a mi propio cuñado Jaime entre otros. Y poco recuerdo de aquellos días jóvenes porque no ingresaba nómina alguna, no me ponía en cola para cobrar subsidios ni pedía crédito porque eran tiempos de crisis y allí nadie salía beneficiado.
Y unas veces recuerdo oscuramente a Andrés Fernández Corredor .no me sale todavía el Usted- viviendo en el rascacielos de cuatro pisos que hizo el lorquino y cojo Abellán junto al balneario, más tarde en el chalet de la Huerta del Consejero, pero sobre todo, en el intermedio, en la amplia casa de la Calica, en donde por las tardes impartía a los estudiantes de la Urci y a los de otros lares clases de Matemáticas, materia que dominaba a la perfección y que a mí, tal como siempre, me supuso un rechazo completo que me acompaña incluso ahora, cuando he de cerrar las cuentas del mes, siempre en precario y sin cuadrar del todo. Recuerdo clases formales con Andrés Fernández-Corredor antes y después de la formalización de la Academia Urci y hasta presiento que me tuvo que soportar alguna temporada más amplia de lo habitual con algún refuerzo que siempre le solicitaba mi madre, la que siempre estaba rogando al pie del cañón para fortalecer una debilidad, la que siempre mendigaba unas gotas de geometría y álgebra que en casa faltaban si tenemos en cuenta que mi hermano se dedicaba a la colombicultura y yo a las tortugas primero, más tarde a los pollos de colores, finalmente a los libros.
Sin ser alumno aventajado en los asuntos científicos, tuve la fortuna en más de una ocasión, de beneficiarme de la verdadera vocación -la de banquero y la de profesor eran para el sustento- de Eduardo Fernández-Corredor que era la de ferroviario si tenemos en cuenta que lo que más le gustaba en la vida, aparte de los guisos y de los buenos vinos, era poner en movimiento un tren mecánico con sus túneles, vías, rampas, montañas escarpadas, puentes sobre ríos, con sus numerosas estaciones y apeadores y no recuerdo cuantas catenarias. Y era delicia cuando ponía en funcionamiento diversos convoyes controlando desde los mandos la circulación de aquellas locomotoras y vagones que surcaban a buena velocidad el ancho redondel del comedor y el cuadrado de la amplia mesa de madera, la antigua aula, convertida ahora, por la magia de los hilos, en un poderoso circuito por donde se ensanchaba la vista. Don Eduardo, que parecía muy serio en asuntos económicos, que se atrancaba un poco cuando empezaba las explicaciones de las ecuaciones, se lanzaba a velocidad supersónica y se relamía cuando gobernaba los destinos de todos aquellos pasajeros que disfrutaban de tan dichoso paseo sin que apareciera contratiempo, sin que hubiera en ningún momento choque o desastre. Y nos dejaba siempre en ascuas, a la espera de que se repitiera la operación de los trenes eléctricos, no precisamente la de los quebrados.
Entonces, cuando jugaba, sacaba la lengua de la boca y sacaba esa sonrisa que le acompañaba en los momentos dichosos, cuando comía la carne mechada que le preparaba Juana Madrid, cuando se deleitaba con aquellos cigarros que tanto perjudicaron los pulmones de nuestros míticos profesores como don José Martínez Flores o don Eduardo Fernández- Luna. Eduardo Fernández-Corredor formó parte de esa perfecta tanda de profesores que hubo de luchar por concedernos un aliento de sabiduría aunque muchas veces se estrellaran en nuestra débiles estructuras. Fue de los que pintaron e ilustraron a una parte de una juventud que hoy le sigue siendo devota de por vida.