Reflexiones

Alegría y felicidad

El Placer”, esa bella recreación cinematográfica del mundo de los relatos no fantásticos de Maupassant, tan llena de luz y de sombra, se cierra con una vista de las extensiones desoladas de una playa normanda. Allí, bajo un cielo plomizo que se refleja en un mar gris, transmitiéndonos con una increíble fisicidad una sensación de frío y humedad, Max Ophuls, el director, sitúa a los protagonistas de su cuento: el artista truncado que empuja con resignación la silla de ruedas a la que ha reducido a su amada, la modelo bella y vulgar, por no haber tomado en serio su rigor y determinación al amenazarle con el suicidio si la dejaba. El narrador, una figura cínica que hay que suponer trasunto de Maupassant, tanto como de Ophuls, quizás, comenta que al final se ha cumplido el destino de ambos, que es amarse siempre, reducidos y condenados inevitablemente el uno al otro: “la felicidad no es alegre”, concluye el narrador.

No recuerdo si esta frase pertenece o no al relato de Maupassant, pero en todo caso centellea con el furgor de la verdad.

Yo sé muy bien lo que puede llegar a ser la acumulación de experiencias placenteras sobre un telón de fondo de tristeza presente, que no acaba dejando más que un poso de irritación y cansancio.

Tenemos hoy la obligación de buscar la felicidad acaparando, acumulando: bienes, experiencias, espectáculos, viajes, prácticas sexuales, banquetes, relaciones, sueños prefabricados por las industrias de la ilusión, etc, etc. Tenemos la obligación, sentida como deber inexcusable hacia nosotros mismos y hacia los demás (deber que entraña periódicas e implacables rendiciones de cuentas de todo lo que hemos acumulado) de ser plenos, intensos y felices. Si no podemos exponer ante nuestros amigos y relaciones una serie de viajes, adquisiciones y prácticas placenteras de todo tipo últimamente realizadas, ya nos sabemos en falta, al borde de la insignificancia.

Pero eso no nos salva. En verdad la felicidad no es alegre, y la actividad desenfrenada que aplicamos a procurarnos alegrías y placeres no nos hace felices. Vivimos una época triste de placeres vacíos que proliferan como nunca antes, y que nos dejan más vulnerables que antes frente a las inevitables y acechantes desdichas.

A los arquitectos

Una opinión sintomática de los prejuicios que nuestra época disfraza con razones es el criterio de hacer estructuras tan afinadas como sea posible, tan ahorrativas como se pueda, dentro de lo que la normativa autorice. Y ello porqué “se trata de optimizar y de extender la felicidad” según expresión notable de un experto en la materia ampliamente reconocido. Yo creo que lo que se consigue en todo caso, al afinar mucho es un ahorro en general muy menor, con respecto al coste total de una obra, lo cual sin duda puede complacernos, pero no veo en qué puede hacernos felices saber que nos hallamos bajo una estructura estrictamente dimensionada con arreglo a una teoría de cálculo, que no es en definitiva más que una construcción teórica que nunca recogerá los avatares e incertidumbres de la realidad. Más felices deberíamos sentirnos sabiendo que, aunque sobrevengan corrosiones, imprevistos, errores o pase largo tiempo, nuestras estructuras tienen un holgado margen de resistencia, aunque hayan sido algo más costosas.
Todo esto tiene que ver más de lo que parece con ese fenómeno general de nuestro tiempo que es la sustitución de la realidad por las apariencias.

Me explico: todos sabemos (en el ámbito profesional) cómo se hace una casa sólida. Hoy día nos vemos obligados a aprender cómo convencernos, y convencer a otros, de que es sólida, reduciendo su solidez al estricto mínimo, mediante el recurso de teorías, normativas y cálculos cada vez más complejos y difíciles.

La belleza melancólica

En una bella reflexión, el poeta Amado Nervo expone cómo en un paisaje natural, por bello que sea, hay siempre un fondo de tristeza, algo que se echa en falta. Esa embriagadora tristeza, estimulante como la idea del suicidio, habría anotado Ciorán, es indiscernible del sentimiento de la belleza que en tales lugares idílicos puede aprehenderse. Un paisaje urbano degradado, cuya fealdad nos repugna y nos puede deprimir profundamente, no sabría producirla. El misterio de esa carencia es probablemente uno de los caminos más seguros hacia la mística.

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