Cuesta del Sol

Águilas siempre fue llana en su origen, no tanto en sus derivaciones. Si es cierto que fue impresa a escuadra y cartabón en la misma cota del mar, para no hacer excesivos esfuerzos, más tarde fue subiendo, trepando hasta alcanzar más elevadas cimas. Así que había que sufrir para llegar a la cota del barrio de pescadores, había que subir bastante en la cuesta del Caño y lo mismo sucedía con la Cuesta del Sol, emplazada esta última en lugar estratégico. La cuesta del Sol tenía, aparte de una situación privilegiada –como ver Paris desde la Torre Eiffel o Florencia desde el Palatino- premio aparte. Se subía pero no era necesario volver por el mismo sitio ya que podías salir por el mismo Placetón pasando por la casa de Blas, el Colorín, o por la de Octavio el relojero, o, incluso, por el callejón que nos llevaba a la antigua Fragüica
Pero a mí me gustaba ver bajar desde las alturas de la Cuesta a un tío mío que llamaban Doroteo. Siempre fumaba en pipa, vestía chaqueta de azul marino como un capitán de la marina mercante. Doroteo vivía en Barcelona y, por tanto lo veíamos de uvas a peras. Estaba casado con Anitín. Llevaba mi tío abuelo Doroteo gafas oscuras y más tarde supe que acabó ciego, como Borges.
También bajaba de la Cuesta del Sol, con pequeñas zancadas, don Pedro Luna, del que nos habían dicho que había sido árbitro internacional, como Escartín, y que había redactado parte del canon que debía ser y saber todo juez de fútbol. Don Pedro Luna era pequeñito, muy encogido, saltarín, un hombre muy abierto que nos gastaba bromas y nos tiraba de las orejas a los chiquillos sin malicia. Lo que más nos gustaba era que nos sacara caramelos de los oídos. Nos decían que había sido una institución desde el tiempo de los ingleses, de los que sabían del inicio del fútbol en España y lo mirábamos con simpatía. Era pequeño, como he dicho, sin saber que los hombres, tal como crecemos, menguamos, porque don Pedro tenía una hija llamada Vicenta muy fuerte, grande ella, que tuvo que hacer pensión de su casa tan pronto como murió el padre. Allí llegaban –siguiendo los vericuetos del deporte- los futbolistas que recalaban en el histórico Águilas Fútbol Club, aquel que jugaba contra el Albacete, el Madrigueras, la Roda o el Eldense. Allí llegó el hellinero Antonio Cabezas, el marido de Isabelita Lázaro, la hija del maestro Emilio, apenas con 18 años, cuando fichó por el Águilas de sus amores, que más tarde sería su pueblo adoptivo. También mantuvo como inquilino a Pepe Redondo quien casó posteriormente con otra ocupante de aquel alto espacio. Vicenta, con amabilidad, fue su patrona hasta que se casó con el médico Santamaría, familia de la que hemos dejado escritas algunas cosas.
En la cuesta del Sol vivía también la singular y coqueta Mari Jiménez, también pariente nuestra, una mujer que le gustaba vestir fino y caro, ojito derecho de su padre al que el pueblo llamaba con diminutivo, Alfonsito Jiménez, un hombre curioso que tenía la costumbre de anudarse los brazos por detrás de la espalda y andaba de extraña manera. Un mal tropezón, un día, le llevó a herirse y desde entonces procuraba poner sus brazos donde debía, no en donde quería. Tenía casa en Jaravía con una gran terraza, entre granados, limoneros y naranjos, y allí íbamos en muchas ocasiones, generalmente en domingo para pasear por la Balsa del Toro. Su hija estaba casada con Manolo, experto en luces- trabajaba en la Hidroeléctrica- y en hacer enganches, cuando se precisaban en aquella época de continuos apagones. Manolo era muy amigo de mi padre, derrochaba alegría y le gustaba la juerga y el vino, el cine y todo lo que la vida ofrece, que también hay que saber para disfrutarla. En la cuesta del Sol vivían las rubias May y su hermana Belín, muy amigas de mi tía Jacinta que se había marchado a Inglaterra a aprender el idioma que ellas manejaban desde la infancia. Sabíamos que su madre procedía de tierras británicas, un resto de aquellos hombres que nos trajeron la explotación de las minas, el tren, los tratos comerciales. Y de allí subían y bajaban a diario Ramón Díaz, el fuerte nadador, comerciante de ultramarinos, que ganaba todos los años la travesía al puerto y el zurdo boticario Pepe López Grande, siempre con una broma en la boca, con un chiste que contar, con la risa en el cuerpo. La Cuesta del Sol sigue hoy en día conservando para mí parte del viejo encanto de aquellos días pese a que ha sufrido, como toda la villa, modificaciones sin tasa, cambios sin mejoras y pérdidas lamentables. Pero su situación privilegiada de atalaya, su mirar por encima de la cabeza de las otras construcciones, sus miradores y su peculiar emplazamiento, le han permitido conservar gran parte de su esplendor.

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