Carnavales

Carnaval: carrus navalis, orgía, travestismo,retorno temporal al caos primigenio. Del italiano carnevale, que viene del latín carnem levare, “quitar la carne”, acto preparatorio y preámbulo al “tiempo de la ceniza”: período de ascesis penitencial; el canto del cisne de la carne antes de alzar el vuelo y dejarnos descarnados, purificándonos en el reconocimiento de la culpa y la humillación de los sentidos, que tal es el significado de la Cuaresma.

El Carnaval es, pues, una fiesta trágica, una fiesta que conduce a la celebración de la muerte, una apoteosis de vida que es también una despedida de la vida.

Así lo enseña la sabiduría de las palabras, denominada etimología; así lo enseñan también la psicología de las profundidades y la propia historia de la fiesta, que tiene su inmediato precedente en la Fiesta de los Locos medieval y las Saturnales romanas, ocasiones ambas de trastocar e invertir el orden de las cosas, las jerarquías sociales y cósmicas, y cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos.

Pero esa inversión es iluminadora: el orden convencional desbaratado da lugar a que se muestre una caótica verdad latente que es acaso otra más compleja y auténtica forma de orden, un orden orgánico. En la Fiesta de los Locos valen, como tantas veces en la vida, asnos por doctores y cerdos por prelados. En las Saturnales imperan los esclavos, fuerza motriz sin la cual no sabrían subsistir los señores.

El Carnaval requiere el enmascaramiento. El acto primero que precede y da origen a la transgresión y la fiesta es ponerse la máscara. Para actuar con la libertad requerida necesitamos dejar de ser quienes somos, poner nuestra identidad entre paréntesis, y ser “otra cosa”.

El símbolo y a la vez la meta de nuestra metamorfosis es la máscara; el vehículo mágico de nuestra transfiguración.

La máscara teatral griega, la máscara ceremonial asiática, africana u oceánica son mágicas. También lo es, aunque a primera vista no lo parezca, la máscara carnavalera, el humilde antifaz del puesto callejero tanto como la suntuosa y barroca máscara veneciana digna de un museo.

La máscara nos exhibe ante los ojos ajenos como enigma, como misterio cuya clave es ella misma.

Nada más erótico que “la bella enmascarada”, aquella cuyo atractivo está tan realzado como velado por la máscara, apariencia y sueño que vela otra apariencia más común, y acaso desvela la verdad oculta.

La máscara nos enseña a ver que lo que oculta es también una máscara, y lo que muestra es acaso lo que permanece oculto tras la máscara del día a día.
Así ocurre con los personajes del “gran dios Brown”, de Eugene O´Neil, así acontece con el desdichado Erik, el “Fantasma de la Ópera”, cuya máscara artística oculta un rostro monstruoso que es la máscara de un alma exquisita y noble, tanto como la dorada máscara que lo cubre.
También aquí la etimología es iluminadora: en griego clásico se asimilan personas y máscara. La persona es la máscara.

La máscara nos da licencia para desembarazarnos del lastre cotidiano y volar, ingrávidos, hacia una plenitud que el rígido orden cotidiano del mundo no sabría soportar.

El Carnaval es el escenario de una metamorfosis espléndida: dejamos de ser laboriosas larvas que tejen su capullo -también su sudario- y nos convertimos en mariposas magníficas que vuelan hacia la libertad. Y pagamos un precio: el esplendor, la plenitud, la intensidad, solo son compatibles con la fugacidad.

En el Carnaval, volamos hacia la vida y hacia la muerte. El Carnaval reclama el derroche, el despilfarro de recursos y energías. Es lo contrario de la economía y el cálculo. El Carnaval tiene en su misma esencia la brevedad, la fugacidad. Si de verdad vivimos el Carnaval, lo vivimos a tumba abierta, hasta el agotamiento, el desbordamiento y el éxtasis.

El final apoteósico de una fiesta de Carnaval debería ser la orgía catárquica. Así ocurría en las Saturnales, en las fiestas venecianas de los palacios decadentes que se miran en las aguas turbias de los canales.

Desbordamiento de los apetitos, de la lujuria, y también de la crueldad y el deseo de muerte. El Carnaval es ocasión de burlas y escarnios; es momento propicio para apaciguar rencores y saldar deudas con sangre. Docenas de muertos jalonan el más enloquecido Carnaval de nuestro tiempo, el más pagano y lúbrico: el de Rio de Janeiro.
El Carnaval no es una fiesta moral ni inmoral, es de una ambigüedad ancestral, está demasiado cerca de los orígenes como para someterse a normas o principios.

El exceso cumplido, solo queda lugar para el agotamiento. El pesado silencio que se extiende sobre las calles desiertas, sembradas de restos y papeles, irrigadas con vino, cuerva, cerveza, orines, en la mañana que sigue a la fiesta, es la forma simbólica misma de la muerte de las máscaras, de la que emergen, pálidos, ojerosos, los rostros desnudos de los gusanos que ayer soñaron con ser mariposas. Lenta, perezosa, dolorosamente, reemprenderán sus quehaceres, sus cargas y servidumbres, amansados por la explosión pasada, y el Poder, fortalecido a la larga por los excesos de la fiesta, la acepta gustoso, e incluso la incentiva y promueve.

El único Carnaval que se resiste, victorioso, a las cadenas que lo rematan es el que convierte en real y auténtico su cumplimiento simbólico. Lo describió E.A. Poe en su relato -poema en prosa- de la fiesta final del príncipe Próspero: “la máscara de la muerte roja”.

Es, sin duda, el más coherente de los Carnavales, pero no le recomiendo al lector que lo ponga en práctica.

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