Los churros

He conocido a una persona que, llevado por su pasión hacia los churros, cada mañana, al levantarse, sin apenas quitarse las legañas de los ojos ni los enormes fríos del cuerpo en un pueblo serrano en donde nieva a manta, ponía el coche en la carretera sin asfaltar y, pasando por pedruscos, precipicios, puertos y pinares y paisajes helados que tiritan, se hacía cuarenta Kilómetros de curvas con la única esperanza de poder comprar unos churros que eran devorados más tarde, tras otros cuarenta quilómetros de regreso entre arboledas, peñascos y revueltas en la compañía de la familia o con su gula solitaria: Ochenta kilómetros para obtener la recompensa de saciar el apetito, consumar un deseo y al mismo tiempo satisfacer la gula de sus sucesores, alguno de los cuales siguió repitiendo el invento y el viaje a la búsqueda del preciado don que brota de una caldera de aceite hirviente, con cierta masa que se va inflando poco a poco, con esos moldes que añaden el continente, ese líquido que abrasa y conforma el apetecido manjar, ese vicio de canónigo. Y con esos pinchos que se manejan artesanalmente para darles la vuelta una vez que la masa de una parte está en su punto. Y con la habilidad que les caracteriza a estos hombres que estaban atentos al fuego, a las llamas que brotan y explotan cerca de la sartén, y a trabajar deprisa para contentar a la larga lista de banquetes festivos que siempre aguarda con impaciencia.
No era necesario ser tan sufrido o disponer de esa desatada pasión, heroicidad o amor al churro en Águilas para abastecer nuestra despensa y llenar las orondas barrigas. Bastaba con ponerte en la cola rigurosa, especialmente los domingos, en la misma puerta de la plaza de abastos, al lado de la tienda de los Pereira, enfrente de la taberna de Paco, y a esperar a que tocara el turno de ver cómo se hacían realidad ante nuestros propios ojos el producto, como se arrojaba al vacío nítido y blancuzco la blanca materia y cómo iba dorándose en la parrilla repleta de burbujas, de esas pequeñas bombas que era preciso esquivar para no recibir heridas o incendios en el cuerpo. Sea el maestro José o sus familiares, allí se llegaban desde las primerísimas luces del día para fabricar ese preciado sustento que todos apreciamos como el oro o los diamantes, sea con su azúcar por encima, sea mojándolo en el chocolate o en el café con leche, o a pulso, que todavía recuerdo quien los comía a palo seco, sin acompañamiento, solo, por sí solos, que no los hacía naufragar en el mar caliente de la leche o en el espeso chocolate para que la emoción los embargara. El churro crujiente o la porra densa podían haber ocasionado incluso guerras y he visto luchar a dos pueblos por quedarse con un churrero, profesión no tan valorada como se merece.
En Águilas había pocas variaciones de churro y en ninguna de ella entraba el tallo pequeño, el cuerpo encogido, tal como te lo presentan en Madrid o en Cádiz, en donde por cierto podrían crear una Universidad del churro delgado, sin apenas molla, con un cigarrillo alargado, un tanto moreno, quemado por el sol ardiente. En Águilas se vendía la rueda pequeña, de apenas una peseta, la llamada rubia, justo para una persona (aunque nos quedábamos a medias tintas cuando apechugábamos con la corta) y la rueda grande, de cinco pesetas, un duro, para el clan familiar, suficiente para abastecer a una tribu en donde no hubiera tragones de cuajo, muchachos hambrientos o el furor desordenado de cualquier abuela que habitara porque hay que decir que entonces los viejos vivían en las casas de sus hijos, no se conocía el hospital de San Francisco sino para los desvalidos de la fortuna o los marginados.
Buscar el churro era como una peregrinación dominical que se producía tan pronto acababa la misa y se efectuaba el aperitivo en ayunas de la comunión. Con el estómago todavía vacío, había que plantarse en la senda propicia para llevar a cuestas el encargo materno y no arrojarlo al suelo, empresa difícil porque no se utilizaban bolsas sino un grueso papel de estraza en forma de cartucho. Y si el camino era temerario, siempre valía la pena el trayecto para que entrara por la nariz el olor especial del churro bien hecho, momento adecuado para poner en marcha los jugos gástricos.

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