La Guardia Civil

Aunque no haya tenido espíritu militar en ningún momento ni se me hayan despertado las ansias de ser héroe nacional –tampoco participar en un golpe de estado- he mantenido buenas relaciones con la Guardia Civil por razón de cercanía y de amistad con hijos del cuerpo. Una de las causas de aquella cercanía era la situación de la fábrica de esparto de mi abuelo que dirigía el tío Alfonso, Fonfi para los íntimos. Hasta allí llegábamos en numerosas ocasiones para esperar la llegada de los carros tirados por mulas que bajaban hasta el puerto para subirnos en ellos, para ver cómo hilaban los Moris en la parte posterior de la fábrica o par lanzar desde la costa los aparejos. Aunque era costa rebelde, de poca profundidad, llena de piedras tremendas, de guijas, de rocas y losa, erizos, ortigas y otras calamidades que nos hacían huir de aquel roquedal, persistíamos en el empeño de recorrerla.
Recuerdo con especial entusiasmo, entre los hijos de los guardias civiles, a Ángel Cabello, un alumno aplicado, cojo, alto, rubio, con botas de suela alta para compensar el desajuste con el otro pie, que más tarde se convirtió en espléndido nadador nacional y que participaba en travesías de los puertos norteños. Era de un curso superior al mío, estudiaba en la Academia Urci, y fue el primero que me convidó a ver su humilde casa, allí, en el mismo cuartel, con portales y escaleras estrechas, con habitaciones pequeñas, con escasez de metros pese a que muchas de esas familias eran muy numerosas. Y también, y me llamó la atención de manera especial, que los caballos y mulas vivían en las cuadras, dentro del recinto, y debían ser tratados como si se trataran de personas, auténticos números del cuerpo. Y también conocía a Antonio Rubio, un compañero muy torpe en los estudios, muy atrasado en todo, menos en buscarse aventuras peligrosas como la de traerse desde la Carolina escorpiones en la mano. Los que nos llamaba la atención de la Guardia Civil era la costumbre de ir siempre en parejas, como si fueran matrimonio y sobre todo la férrea disciplina de los hijos de los guardias civiles, sujetos a un régimen bien distinto al nuestro. Desde que se entraba en el edificio se palpaba el miedo, la seriedad, un cierto silencio apenas roto por los relinchos de los caballos en sus cuadras. Y la prohibición de golpear con la pelota en los bloques de viviendas. Fuera del recinto vivían Manolo y Servando del Río Gentil, hijos del cuerpo, que fueron buenos amigos en las aventuras cotidianas de la infancia.
A nosotros, a mis primos y a mis compañeros, nos gustaba subir hasta el barrio de El Charco- más arriba quedaba el ya lejano El Piojo- por muchas razones. Una de ellas era que disponía, detrás de la carretera que conduce a Almería, de un buen campo de fútbol en donde podíamos desafiar si bien se estimaba a los hijos de los guardianes, siempre en pareja, siempre atentos al estraperlo, a la llegada masiva de tabaco americano, a la vigilancia de unas costas desguarnecidas, a merced de los traficantes de guisqui, de tabaco, no tanto de droga, por entonces desconocida o al menos no formaba parte de los asuntos del estado aguileño. Y desde allí al Rubial, todo era un amplio espacio abandonado en donde podía aparecer la aventura del día, el suceso inesperado.
Y si el partido no resultaba grato, podíamos subir a la gachera que había al lado, formada por acumulación de los derivados y secuelas de los minerales de las minas abandonadas. Aquel crujir de las rocas huecas, aquel montón de piedras vacías, nos invitaban al juego como el visitar los abandonados túneles de las antigua mina de la Chimenea de la Loma, único resto altivo de aquella industria, ya caducada. Bajar a los túneles, si no había agujero en el techo, imponía por la oscuridad. Estaban surtidos de culebras y temíamos las temibles ratas que estimulaban sus jugos gástricos para devorarnos. O al menos esa imagen nos la hacíamos pasar de uno a otro. La verdad es que pocas veces nos atrevíamos a descender, de no tener linterna mejor era quedarse en la superficie, subirse a una higuera y devorar los frutos, en caso de que los hubiere, que había hambre permanente en aquellos días difíciles. Y hasta el jugo de las vinagretas saciaba nuestro ímpetu de la adolescencia, aunque fuera agrio y hasta venenoso.
Toda esa parte posterior era un mundo salvaje, un campo abierto en donde no había humanidad. Chumbos, maleza, matujas, trochas sin recoger, tomateras salvajes, higueras aisladas. Ramblas que venían de las montañas. Sequedad africana propia de una tierra árida y sedienta, especialmente abandonada. Por la parte que daba a la playa, el cuartel nos ofrecía un buen resguardo para pescar desde la misma playa. Los lizotes y los mújoles se acercaban a la orilla y era posible lanzar el aparejo con grave riesgo por los peligros antedichos pero allí estábamos nosotros, ajenos al desaliento, al lado de la fábrica del abuelo, a los pies de los hiladores, viendo pasar el verde y los bigotes de la Guardia Civil.

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