Micciones

El lector seguro que ha visto en su día la película, o al menos ha oído hablar de ella. Me refiero a la más legendaria película de terror de la historia del cine, con perdón del Nosferatu de Murnau, o del Drácula de Tod Browning. Sí, efectivamente, se trata de esa en la que probablemente ya está pensando: el Exorcista de William Friedkin.

En algún recodo oscuro de la memoria del lector cinéfilo permanecen aún, agazapadas y acechantes, imágenes inolvidables y aterradoras, dispuestas siempre para aflorar en sus pesadillas más agobiantes. Las de esa niña, ayer angelical, mancillada por una nauseabunda profusión de babas y vómitos verdes, poseída y atormentada por un ser infernal; un antiguo demonio que necesitaba nutrirse del sufrimiento de la inocencia, y sembrar en su torno el mal, la destrucción y la muerte.

El lector la recordará con unos rasgos abotargados y lívidos, con feroces ojos amarillos y dientes podridos, profiriendo insultos y amenazas a los familiares y a los exorcistas heroicos que combatían al ser que se alojaba dentro de ella.

No olvidará su estampa siniestra, convertida en una araña humana, apoyada en pies y manos con la espalda imposiblemente arqueada, al bajar unas escaleras; o su cabeza dando giros de trescientos sesenta grados, con una expresión burlona en el rostro; o su cuerpo escuálido, levitando sobre la cama fétida en medio de una explosión de poder telequinésico que hacía volar y estrellarse a los objetos que la rodeaban.

Son de las más negras y poderosas imágenes de la historia del cine. El lector cinéfilo y aficionado a los temas ocultos no ignora tampoco que durante el rodaje de la película se produjeron fenómenos paranormales, ni que los actores y el personal que intervinieron en ella tuvieron toda suerte de accidentes y desgracias en sus vidas.

Es como si con esa película se hubiera entreabierto una puerta a algún lugar oscuro, más allá de nuestra realidad común y ordinaria, dejando salir a poderes y energías maléficas que impregnaron a quienes participaron en ella de algún modo. Es también sabido que no es la única obra maldita del género terrorífico. Ahí está, por ejemplo, “La semilla del diablo”, de Roman Polansky, que acarreó trágicas consecuencias a este director.

Se preguntará el lector a dónde pretendo ir a parar. Y le advierto que esta exposición de antecedentes, pues de ello se trata, resulta indispensable para comprender en todo su alcance lo que ahora sigue. Es ello una primicia, en la que le anticipo el fruto de mis averiguaciones.

El hecho, nada conocido hasta el día de hoy, es que esa niña protagonista, misteriosamente infectada por espíritus del mal desde el dichoso rodaje, se hizo mayor.

Tras dejar un rastro de maldades de toda clase, decidió que le convenía poner tierra de por medio- o, en su caso, agua- para despistar a la legión de policías y exorcistas que le seguían la pista.

La ex niña recuperó el antiguo apellido de su familia lejana, una de las de más rancio abolengo en cierta industriosa autonomía periférica, se cambió de nombre, adoptando el sonoro y muy castizo de Mercedes, y se vino a España.

Y, como no, guiada por sus demonios interiores, se buscó la vida en el ámbito del denominado “invento del maligno”, también conocido como de las televisiones del reino, el más vinculado con las esferas infernales, después de la política.

Nuestra Mercedes se hizo periodista y realizadora de programas. Adoptó la máscara que mejor se podía conjugar con los rasgos que se le habían pegado de su caracterización en la película.

Encajaba de maravilla en la tipología progre-trasnochada: tez macilenta, ojos febriles, greñas desmelenadas, delgadez enfermiza, envuelta en modelitos de estudiada y carísima informalidad, ademán agresivo y faltón, labios finos, sonrisa cruel y dientes depredadores. La voz, áspera, y el tono retador y prepotente siempre.

Se hizo un nombre y una reputación, aupada por poderes públicos turbios, empeñados, en nombre del progreso, en una concienzuda y demoledora ingeniería social destinada, mediante las técnicas más depuradas y eficaces del control mental, a convertir al pueblo español en un masificado y manejable rebaño sin atributos, como no sean los de la insolidaridad individual y la imbecilidad, sobre todo política.

Nuestro personaje- Mercedes era ya un personaje público intocable- se hizo archifamosa con programas televisivos de pérfida intención y degradante contenido, como aquellos, tan publicitados, en los que se producía el seguimiento en directo de las intimidades y miserias de grupos de individuos vulgares, confinados en diversos entornos, cuya convivencia forzosa erosionaba, más pronto que tarde, los rastros que les pudieran quedar de educación y respeto mutuo, llegando al grado cero de su nivel humano para regocijo de las masas teleadictas, que se reconocían, complacidas, en esa nivelación por lo bajo.

La evolución de su trayectoria hacia lo escatológico era tan inevitable como inexorable. Y no me refiero a esa escatología que trata de las ultimidades (los ángeles, el cielo, el limbo, etc,), sino de su acepción referida a lo más básico e intestinal: las deyecciones; la orina y las heces.

Cuando unos cretinos, en el escalón más ínfimo del ecologismo demagógico, proclamaron las virtudes ciudadanas de hacerse pis en la ducha, nuestra posesa abrazó esa causa con el entusiasmo y energía que la caracterizan.

Así, según ella, orinar en la ducha pasaba a ser un deber cívico, por el trascendental ahorro de agua a que daba lugar. En lo sucesivo, sólo a un cerdo reaccionario, fascista ignorante y desdeñoso con la problemática medioambiental, se le ocurriría hacer sus micciones en el inodoro.

Lo moderno, lo progre, hacía ya años que era no poner bidet en los cuartos de baño (no estaba de moda lavarse los bajos). Ahora se trataba de dar un paso más. Y de disfrutar con ello, relajando el cuerpo mientras resbalaba la lluvia dorada sobre las piernas desnudas, estratos de hongos y bacterias se acumulaban en las bañeras, dispuestos para el banquete, y, un poco más abajo, en el infierno, se reían a mandíbula batiente…

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