Gajes del Oficio

Lamento decir que siempre he tenido problemas con los dientes, nunca con los varios dentistas que me han tratado a lo largo de una penosa vida dental. El primero de ellos, sin duda, fue don –es necesario anteponérselo aunque me solicite el tú- Vicente Bayona, la persona que primero me trató bien pronto, en los albores, y el primero que abordó (o abortó) los miedos y temores –siempre los he tenido como cualquier hijo de vecino- poco antes de colocarnos en el potro de tortura, digo, en el sillón del paciente. Don Vicente, ahora que lo recuerdo, siempre llevaba colgada su sonrisa contagiosa debajo del bigotillo que le ha cubierto parte del labio, esa alegría cascabelera que parecía, pese a que íbamos a asistir a un suplicio en el que él mismo ejercía de verdugo, a una fiesta o a un cotillón de verano, a una juerga de carnaval. Esa risa franca y jovial que podía comenzar por un chiste, por una anécdota, por un suceso para que la atención del que iba a ser ajusticiado y atenazado por el neguijón y los nervios se trasladaran a otro escenario.

Si empezamos por el principio, deberíamos decir que, cuando apretaba el dolor de muelas durante la noche anterior, nos tomábamos el socorrido Melabón o lo que se tuviera a mano, aspirinas especialmente, Y pasábamos la noche en vela, sospechando cómo don Vicente iba a meter las tenazas para amedrentar al nervio que se había mostrado levantisco y rebelde. Y pensábamos, dándole vueltas al perol, que el aguijón aumentaría tan pronto nos sentara en el trono, descendiera la luz y nos introdujera las linternas o las luces de a bordo, nos mandara abrir la boca, más, más, y luego insertara sus artilugios, fríos y de acero, en el interior de una mina que olía unas veces a tabaco barato, probablemente Ideales, y otras a naranjas podridas. Y el dolor se hacía prolongado durante la larga noche, incluida la pesadilla de la madrugada, cuando salían diablos de la lengua y se conjuntaban todos los demonios y comparecían para mostrar la radical soledad nocturna.

Con los ojos bulbosos, con la piel encogida, cruzaba por la mañana la tienda de las Pelirrojas, la droguería de Juanito el Sordo, la tienda de Pepito el del Siglo, la de Eduardo Manzanera, y doblaba la esquina y a los cuatro metros se abría de par en par la puerta de la celda en donde me iban a degollar. Y subía un piso, con escalera de madera, con escalones sonoros y elevados, y llegaba a la puerta del médico don Norberto, y te daban ganas de salir disparado, de regresar a la casa, de donde habías partido, pese a que el dolor azuzaba, se había pasado el efecto calmante de la aspirina y sentías la necesidad imperiosa de separarte para siempre de la muela tan arisca, del dolor tan persistente.

La segunda parte de la escalera de madera resonante se convertía en una pesadilla, en una duda metafísica, como el ser o no ser shakesperiano. Pero la necesidad obligaba y no había más remedio que entregarse a la risa contagiosa de un don Vicente que te saludaba alborozado, con el entusiasmo que derrochaba como cuando mi padre marcaba un gol en el Rubial, con una alegría impropia de alguien que se divertía arrancado de cuajo las raíces salvajes de las muelas. Y, como arrepentido de mi actuación, no debía sino acomodarme a su cortesía e iniciaba una rápida corrección en el ánimo y trataba, sin conseguirlo del todo, ponerme a su par. Luego, una vez instalado en el trono, te contaba dos chistes, cuatro historias, te preguntaba dos o tres cosas infantiles, de los partidos que se jugaban con los alevines o con los juveniles y cuando venías a darte cuenta te había mandado la muela sanguinolenta y podrida al cajón de los olvidos o al cubo de las raíces extirpadas. Te lamentabas de la noche tan larga para trayecto tan corto.

Había otro Vicente Bayona fuera de su cubículo. Todas las tardes, y bien lo sabía porque iba con su sobrino Alfonso Grima a galopar por el Martillo, estaba en el puerto para recaudar todo lo que sobraba de aquellas redes de bajura o las de arrastre. Los pescadores, tal como llegaban al puerto, sobre todo si le traían algo especial, le buscaban y lo rodeaban y le ofrecían sus productos ansiados. Así fue creciendo su colección de esponjas marinas, de carabitaños, de estrellas, de todas esas especies tan extraordinarias que se extraen del fondo de los mares y que extendía en un amplio aparador que le cedía Griselda, la mujer de Grima, o al menos allí contemplaba yo cada día el nuevo hallazgo. Y permanecía don Vicente, atento al amarre de las barcas, con el mismo entusiasmo y alegría que ponía en la extracción de las muelas y dientes, con esa risa contagiosa que ha mantenido hasta los días actuales, con esa jovialidad expansiva con la que he conocido desde que nació a la mar de Águilas.

Y lo conocí hasta de alcalde, con su bastón de mando y su chaqueta azul marino, en las procesiones de Semana Santa, ante la Virgen de los Dolores, la patrona, Pero debo reconocer que he ligado siempre su estampa a los miedos infantiles –que se han prolongado hasta la edad anciana en la que vivo- que más tarde desaparecían, a los terrores nocturnos que desembocaban en pesadillas. Y le he seguido en esa colección, cediéndole incluso algún que otro trilobite, que ha ido aumentando sin cesar, con el entusiasmo de un niño que ver crecer paso a paso su obra, siempre con nuevas muestras, como queriendo hallar la diversidad de la creación y de la naturaleza. Y hasta he deseado que apretara la dolor de alguna muela –ya quedan pocas- para volver a sentir de nuevo su pericia y su tremenda humanidad.

Esta web utiliza cookies para que tengas la mejor experiencia de usuario. Si continúas navegando estás dando tu consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pincha el enlace para más información.

ACEPTAR
Aviso de cookies