Caramel de la barca

En otra parte he contado las pequeñas hazañas pesqueras que hacíamos por la Colonia en donde había un par de pequeños muelles de piedra que soportaban bien nuestro leve peso y en donde podíamos obtener el beneficio de un mero raquítico o de dos o tres castañuelas; las estancias en la Piedra Gorda buscando la doblada osada y atrevida, la que gustaba con fervor y furia de la masilla de pan y sardina y la que le tiraba a la lombriz; y he contado las capturas que hacíamos en el modesto muelle de la Pescadería, con los pámpanos que venían tras las traiñas y con la pequeñas anguilas en los días revueltos del invierno y del levante compulsivo. Y podría aumentar nuestros gloriosos méritos con los lizotes y mújoles de la playa de Poniente o cómo lanzábamos el corcho desde la terraza del balneario para poder con las verdosas zarpas que todo comían y que llevaban en la barriga la negra suciedad, como una placenta mal cortada. Y desde las piedras que había delante de la casa de don Agustín Muñoz, el Agustinito como le decíamos, en donde podíamos chocar con algún magre o sargo pequeño, sobre todo raspallones que por allí abundaban. Y por la losa que precedía al gran edificio de la Guardia Civil, que todo espacio era bueno para anclar los anzuelos.
Pero debo decir que en ocasiones, generalmente cuando llegaba octubre, desmanteladas ya las casetas de la playa, sin caña ni morral, sin hilo ni potera, nos veíamos obligados a pescar por imperativo categórico de cierta gente que llegaba a la playa, cuando no se le esperaba, de poniente en barco, con algunas cuerdas desde las que nos disponíamos a tirar por varias razones, la primera de ellas era porque más tarde tendríamos la recompensa, si había suerte, de recoger un montón de peces que podíamos asar allí mismo, en lo que llamaban moraga, entre las secas algas y los cuatro palos de madera que quedaban como reliquia de la construcción del balneario o las que había dejado varadas el temporal. Era el famoso y mítico caramel de la barca, el que más tarde iba a ser pregonado y vendido por las esquinas del pueblo, uno de los manjares de los que más he gustado desde que fuera chico o mico.
Bastaba a dos o tres mandamases o pescadores avezados repartieran estribos, lugar y órdenes, para que se formaran las dos filas precisas -como en las procesiones- para ir tirando desde tierra de las dos extensas cuerdas y recoger la gran red que había sido arrojada al mar desde varios barcos. En una especie de cerco y con el llamado copo que siempre estaba oculto en el mar, bajo las aguas. Y como esforzados presos, con las fuerzas desatadas de la juventud, procurábamos con todo el vigor del mundo, de hacer llegar a las redes desde la lejanía hasta la misma playa, subiendo palmo a palmo desde la misma orilla a la altura de las casetas de verano, en una procesión lenta y complicada. Y nos aplicábamos con fuerza en la tarea dura y penosa porque fuera porque las redes, muchas de ellas con plomos adheridos, se quedaban estancadas en alguna dureza, o fuera porque el copo traía copiosa cosecha, una gozosa y plateada mercancía que no paraba de saltar cuando se depositaba en la arena. O unos pulpos que se habían dejado prender por los tenues hilos o los secretos vericuetos de la bolsa. O los salmonetes rojos que se habían metido en la abultada cesta. Y los pescadores, una vez abierta la mercancía, nos entregaban media docena de pescados que, retozones, seguían saltando y huyendo de nuestras manos y se escabullían de los dedos ganchudos no acostumbrados al rudo trabajo, mucho menos a obtener recompensa por los esfuerzos. Y llevábamos a nuestros domicilios lo pescado y éramos bien recibidos porque el caramel de la barca era codiciado y apreciado por nuestras madres, las encargadas de asarlos en la parrilla, de añadirlos al caldo pescao, de introducirlos en harina para freírlos más tarde, llegada la ocasión. Y queda dicho que nos gustaba la pesca, pero mucho más participar gozosos en recoger el copo, en participar en el reparto común -entonces no había comunismo porque estaba perseguido- y llevar nuestros primeros ingresos -fruto de nuestro trabajo- a la olla familiar. El caramel de la barca, modesto en el precio y en la fama, era tesoro codiciado y manjar exquisito siempre que se preparara de manera apropiada. Y, finalmente, era pregonado por las calles y esquinas a la voz de Carameeeel de la barcaaaaa.

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