El arte de leer

WHay tres clases de lectores: una, la de los que disfrutan sin juzgar, otra, la de los que juzgan sin disfrutar, y otra entre estas dos, la de los que juzgan mientras disfrutan y disfrutan mientras juzgan. Esta última clase reproduce nueva y verdaderamente una obra de arte; sus miembros no son númerosos”.
Goethe (Correspondencia).

¿No será el leer lo que primero se nos enseña y lo último que aprendemos?. Comienzo con esta interrogación, cuyo fin es remover prejuicios de añeja constitución en el lector, y hacerle consciente de la paradoja que ya de entrada le propongo, pues ¿no está ahora mismo brindándome la deferencia de su lectura de esta “mirada” mía?.

¿Cómo puedo poner en duda ni tan siquiera su competencia con una práctica tan común como es la lectura en nuestra letrada sociedad?.

Me veo, pues, obligado en primer lugar a deshacer un equívoco, no vaya a herir susceptibilidades, y reducir aún más el menguado número de los meritorios afortunados que aún me leen. Sólo pretendo aquí llamar la atención sobre uno de los cuatro o cinco grandes placeres auténticos de la vida (dejo a la perspicacia del lector la determinación de cuáles pudieran ser los demás), ajenos a toda la barahunda consumista que se nos avecina en los próximos días navideños de “felicidad colectiva y obligatoria”.

No dude el lector de que vivimos en una sociedad de placeres acumulativos y tristes, que nos abruma y dispersa ofreciéndonos con aplastante abundancia lo que no nos hace falta, y que sistemáticamente y por principio nos escamotea lo esencial, lo que verdaderamente necesitamos. Por ejemplo, la sabiduría.

En este sentido es en el que debe tomar el lector mi advertencia: no se trata de que no se lea, si no de que no se lee bien. Y al no saber leer bien, se nos escapa algo fundamental y profundamente benéfico.

Y, no lo dude el lector, a la actual sociedad, y no digamos a la clase política del momento, lo ultimo que les conviene es que se convierta en un consciente, crítico, asiduo y agradecido lector. Otra cosa muy distinta es que incluya los libros en la mecánica consumista, que una cosa es comprar libros y otra muy distinta leerlos, o que, puestos a leer, se convierta en un compulsivo devorador de “pest”- sellers (más bien “pest” que “best”: “pest” que viene de “peste”, como suele comprobarse si antes no se cae de las manos el tocho).

Quiero evocar aquí la imagen de un don Francisco de Quevedo, ya en el otoño de su vida, acomodado en un butacón de cuero viejo junto a un fuego que le alivia algo de los dolores y reumatismos que se trajo como recuerdo de la cárcel de San Marcos, en el rigor del invierno manchego, allá en su torre de Juan Abad. Tiene, cómo no, calados los “quevedos”, la expresión grave, el ceño fruncido de cogitaciones y los ojillos chispeando reflejos de inteligencia tras de los cristales.

Sostiene un libro viejo, de tapas de cuero, hecho a mano, con buen papel áspero al tacto. Es probablemente de un autor latino: el heroico Virgilio o el epigramático Marcial. Aplica en su quehacer el consejo eterno del rey Sabio, Alfonso X: “quemad viejos leños, leed viejos libros”.

Escribirá al poco don Francisco, en poema memorable cantando su vida retirada, desengañado de oropeles cortesanos:

Retirado en la paz de estos desiertos, con pocos, pero doctos libros juntos
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos,
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.

Y con ello se salva en este mismo momento de la muerte, hecho inmortal por la atenta relectura de los clásicos, condición que ya Píndaro anunció al advertir que “cuando la ciudad que celebro haya muerto, cuando los hombres a quienes canto se hayan desvanecido en el olvido, mis palabras perdurarán”

George Steiner, nos señala, en un bellísimo ensayo, un cuadro del pintor dieciochesco Chardin titulado “Le philosophe lisant”, que puedo también traer aquí a colación. Representa a un artista amigo de Chardin leyendo con su mujer un libro abierto sobre la mesa. Están ambos vestidos como para una fiesta, compartiendo con unción una ceremonia tan intensa como placentera. El lector aborda la lectura con la cabeza cubierta, como lo hacían los oficiantes que se acercaban a los textos sagrados, como lo hacían los lectores de los oráculos.

El libro que acarician sus manos es un objeto importante, una cosa mágica llena de magnetismo y de poder, una llave impresa y finamente trabajada con cariño de orfebre, que abre puertas en la mente.

El “oficio” de la lectura aparece rodeado en el cuadro de objetos simbólicos, que abundan en la importancia y la significación del acto. Uno de ellos, especialmente esclarecedor, es un reloj de arena.

Y es que la lectura atenta inserta el tiempo breve y biográfico del lector en la vasta corriente temporal de las sucesivas lecturas que actualizan el texto a lo largo de los siglos.

El lector trasciende además la anécdota de su tiempo presente, y anuda su lectura de un momento con otras lecturas realizadas por él en momentos anteriores, como si todas ellas fueran partes de un texto único y de un único autor, a cuya aproximación dedicaría su vida entera de lector, si lo es de verdad.

Un autor y un texto que serían, según el poeta Mallarmé la razón última de ser del universo.

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