Sobre la elegancia

El estilo es la vida, la sangre misma del pensamiento”. G. Flaubert.
Es el gran arte de la vida aprender a hacer de un mal un bien. Pasados los fastos y oropeles, cierto es que un tanto deslucidos esta vez, nos vemos confrontados de nuevo con dosis masivas de ese amargo plato que conocemos como realidad. De ese rancho infame habremos de comer hasta hartarnos, porque vivimos tiempos de desvelamiento.

Nuestra prosperidad era mentira, no era cierto que los bancos fueran los representantes de Papá Noel, sino que han resultado ser más bien del linaje de ese Shylock sakespiriano del “Mercader de Venecia”, y, como él, pretenden tomar una libra de nuestra carne, arrancándola a lo vivo, si es preciso, para resarcirse de las deudas tan alegremente contraídas con los créditos tan alegremente ofertados.

Tampoco era cierto que nuestros dirigentes fueran esos vigilantes preclaros con vista de lince que ellos presumían de ser. Han demostrado, en cambio, en esta difícil coyuntura, ser todos ellos unos minusválidos morales, ínfima gente moralmente subdesarrollada, de corto juicio y vuelo gallináceo, ciegos para lo evidente y lo inminente, que era, aunque no sólo, la tan famosa crisis, de la que hasta ahora sólo conocemos los prolegómenos, aunque hayamos tenido ya con ellos más que suficiente. Gente sin alma, sin corazón, sin talento y con ojos de cristal opaco en los que no entra la luz.

No era cierto que el futuro fuera una tierra de promisión a nuestro alcance mediante el trabajo, la previsión y el ahorro.

Tampoco, y menos aún, era cierto que el futuro fuera un premio gordo de la lotería previamente adjudicado ya para los más astutos y mejor informados, los que se enriquecían pasmosamente intermediando y extrayendo fortunas de la nada.
Tampoco era cierto que el capitalismo salvaje hubiera acabado de una buena vez con las sangrientas incertidumbres de la Historia.

Se nos ha caído la venda de los ojos y hemos constatado que los tiburones de las finanzas no eran filántropos, y que hemos vivido un sueño sustentado sobre la avaricia, la injusticia y la ambición desmedida, que por días se desvanece.
La realidad ha caído sobre nosotros como una ducha fría, como una losa, en este fin de fiesta post-navideño.

Y lo primero que esta situación nos exige es erguirnos, no permanecer agachados, enfangados en el miedo, la decepción y la desesperanza. Como nos quedan dosis muy mermadas de confianza en los poderes que habrían de salvarnos, tenemos que acudir a un recurso diferente, perteneciente al mundo de los valores, que no al de los bienes tangibles.

Es el momento de acudir al estilo, de acordarse de la elegancia. Fíjate, amigo lector, en lo radical de esto que ahora afirmo: “Para salvarnos, habremos de ser elegantes”.
Para que esta expresión mía no te parezca disparatada, habré de decirte alguna cosa sobre la elegancia.

Para empezar, una nota etimológica. Elegancia tiene que ver con elección, “elegans” (el elegante) se remite, en indudable parentesco semántico, a “eligens” (el que elige). Ser elegante es elegir, y elegir bien, con criterio y discernimiento. Y elegir implica necesariamente renunciar. No hay nadie menos elegante que el que todo lo quiere y todo lo acapara.

La elegancia, considerada una cualidad o virtud, es ante todo actitud. El elegante entra en una relación distinta con los bienes y las cosas. El elegante tiene un trato señorial con el mundo, con las cosas y las personas, consigo mismo.

Hay quien entra en la vida como un saqueador en un comercio abandonado en medio de unos disturbios callejeros. Si hay comida se atiborra, se llena los bolsillos de lo primero que encuentra, querría acapararlo todo, acumula más género del que necesita y puede transportar o almacenar. No se te escapará, lector, la semejanza, el paralelismo entre este individuo y el bulímico devorador de las rebajas, abalanzándose con ansia depredadora sobre el género rebajado, empeñado en pugnas feroces con otros pretendientes al mismo botín.
Hemos vivido estos años en una sociedad de saqueadores y depredadores; en una sociedad de nuevos ricos de un mal gusto atroz.

Pues bien, y vuelvo a esa frase del principio de cultivar el arte de hacer de un mal un bien, en nuestra mano está pasar de una sociedad de fracasados, con un miedo abyecto al futuro, a una -al menos en el ámbito personal y privado- de ciudadanos austeros y elegantes, que habrán sabido aprovechar la penuria para aprender a pasar de la cantidad a la calidad. Si vamos a tener que aprender a vivir con menos, y a prescindir de muchas cosas, nos queda la alternativa de descubrir el verdadero valor de las cosas, de los bienes, del dinero, para extraer de ello más placer e intensidad, a cambio de renunciar a su mera acumulación devaluadora.

Un gran filósofo griego, quizás fuera Sócrates, comentaba a sus amigos en cierta ocasión el contento que le había producido el obsequio que había recibido de un discípulo: unas olivas y miel, con el que “pensaba darse un banquete”. ¡Cómo se habrían reído del filósofo los triunfadores de nuestra sociedad, esa caterva de nuevos ricos horteras!

Y sin embargo, más nos vale empezar ya a aprender de Sócrates. ¡Qué deliciosos banquetes podemos darnos compartiendo una comida, no especialmente cara ni lujosa, con unos buenos amigos, compartiendo el pan, el vino alegre y la conversación jugosa al amor de la lumbre o al aire libre, en un bello día de lluvia o de sol!

Porque hay un secreto vital, olvidado de puro sabido, que la elegancia ayuda a redescubrir. Por supuesto que no la elegancia de las revistas o las pasarelas de la moda.

Es éste que lo mejor de la vida no se compra, y que los placeres que verdaderamente nos hacen felices son los más sencillos. No está tan mal que caigan algunos viejos y manchados ídolos, y que aprendamos que tenemos en la vida algo mejor que hacer que dejarnos la piel para acumular riquezas y consumirlas al ritmo que otros marcan.

Comentaba Eugenio D´Ors, en una de sus Glosas, que en ninguna recepción, salón o banquete, de los muchos a los que había acudido en su vida, había encontrado una elegancia comiendo que se pudiera comparar con la de dos labriegos a quienes vio en una ocasión comer un conejo con sus navajas, sobre rebanadas de pan…

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