Volver a los 17

Y retomar los debates por la noche en el Bar de Pedro, a las espaldas de la iglesia de San José. Y recuperar el olor a pan tierno y aceite-con o sin sal- en la antigua panadería de la calle Martos, en aquellas madrugadas sembradas de amistad y huérfanas de libertades, en los estertores de la dictadura. Buscábamos oxígeno en las calles aguileñas, como unos pajaricos que estrenábamos nuestras incipientes alas.

Nos arropábamos unos a otros con la fina ironía de Antonio Asensio “el Pilin”, los chascarrillos de Pepe Gutiérrez, el sentido de la responsabilidad de Juan Antonio Martínez, la filosofía de Pepe Rondán, la flema británica de Guillermo Glover, la sinceridad de Raimundo Jiménez, la dinamita de Miguel Ángel Blaya o la inocencia de Paco Andreu, el“Yan” y la mía propia.

El instituto era otra cosa. Antes sección delegada de Lorca, el Rey Carlos III-actualmente colegio Mediterráneo- era el caldo de cultivo para nuestras mentes inquietas y sedientas de nuevas experiencias. Ni que decir tiene que las feromonas inundaban -en ambas direcciones- todos los rincones del recinto rodeado de árboles recién sembrados por nuestras adolescentes manos. Hasta nuestro querido y añorado D. Manuel Sansegundo, se veía impotente para aplacar nuestras diabluras. A pesar de que la filosofía de Carlos Collado-jamás me olvidaré de “la moral de Kant” o José Antonio Gallego-“queridos viejos profesores”- distraían, fugazmente, nuestras irrefrenables ansías de “fumarnos” las clases. Y eso que D. José María Muñoz, entrañable y querido profesor de Educación Física, nos marcaba pacientemente los límites del buen y mal comportamiento. Daba igual. El “Mini” de Juan Pernias abría las fronteras hacia espacios más atrevidos y lejanos del centro educativo.

Pero no todo eran escapadas y excursiones. En la mayoría de las ocasiones improvisábamos partidos de fútbol en los lugares y espacios más insospechados como las Molinetas, el entonces solar de la actual calle Ángel Mª de Lera o el campo más utilizado, “La Estación”, con sus viejos vagones como mudos espectadores.

También había tiempo para que Doña Jacinta, un “ángel” bajado del cielo, nos enseñara la técnica del dibujo artístico. O Don Jesús Cuesta nos trasportara por esas catedrales de Dios, para conocer el arte románico o gótico en excursiones de fin de curso.

La verde Galicia, la Alhambra y el Generalife de Granada, el lago de Puebla de Sanabria, el Monasterio de Piedra, las catedrales de Santiago de Compostela, de León y de Burgos o la Ciudad Encantada de Cuenca, donde la mayoría tuvimos nuestro “bautizo de nieve”, fueron algunos de los viajes en los que, además de aprender, servían para unir aún más los lazos de amistad que siguen perdurando después de más de 30 años.

El latín y el griego correspondían a dos profesoras totalmente distintas. Mercedes, a la que conocíamos como “la hippy”, era una joven que conectaba fácilmente con todos. Un torbellino a la que visitábamos en ocasiones en su casa de la Colonia para tomar café y con la que manteníamos largas conversaciones. Betsabé, responsable y trabajadora, era más clásica y metódica. El griego, una asignatura que contaba en la rama de letras con pocos alumnos-as, nunca me fue bien.

Don Roberto Mur era el director del Carlos III allá por 1973. Sustituyó a Don Ramón, un gallego del que no tuve oportunidad de conocer sus métodos de enseñanza.

Don Roberto, hoy en las alturas del sistema educativo español, nos enseñaba Lingüística y en el COU descubrió mi perfil de periodista. Y pese a que tampoco me entusiasmaba la asignatura, reconozco que el hombre se esforzaba al cien por cien por hacer la clase amena y divertida, a pesar de Saussure, padre de la lingüística moderna.

Pero la asignatura que más me satisfacía era la Historia General. Sin lugar a dudas porque nos la impartía Mari Carmen Navarro. A pesar de mi pereza por los libros, consiguió que me interesara por las guerras carlistas, Napoleón y Pepe “Botella” o la reina Isabel II. Con su forma de contarnos la historia, como si fuera un cuento, nos dejaba con la boca abierta. Un lujo de profesora para los que tuvimos el privilegio de ser sus alumnos.

Indudablemente, no puedo nombrar a todos los docentes de aquellos inolvidables años de mi bachillerato. Profesores como D. Joaquín (Ciencias Naturales), Mª Ángeles(Lengua), Del Alamo y D. Jesús (Francés), los sacerdotes D. Manuel y D. Francisco Miñarro, D. Enrique (Geografía), D. Juan Antonio Ruzafa y D. Juan Antonio Giner, (Matemáticas), D. Francisco Muñoz (Política), D. Guillermo (Física y Química) o D. Ginés Mula (Latín), son parte de aquella generación de profesores-as que aún perduran en mi memoria y algunos continúan en la loable labor de mantener bien alto “el valor de educar”. A todos ellos- a los que están y a los que ya nos dejaron- y a los que no consigo ahora recordar, mi más profunda gratitud y agradecimiento.

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