En un vagón

En un vagón de tren, bastante más allá de donde alcanza la vista. Para situarnos.
Trayecto de 317 kilómetros y 44,20 euros del ala, tres horas y media. O sea nada de a cien por hora. También es verdad que el tren para tres o cuatro veces. Es domingo por la tarde y llueve, gran parte de los pasajeros son estudiantes que salen de sus pueblos para acercarse a los institutos de otros pueblos o a las universidades de las ciudades. Aunque no siempre es así.

En la estación de partida sube a mi departamento de seis plazas un chico bajo y regordete, con la gorra vuelta hacia atrás ( aclaro : muy bajo y muy regordete ).

Entre su asiento y el mío deposita con cuidado una enorme bolsa de viaje que espero ubique en las bandejas superiores, puestas al efecto para tales menesteres.

Mientras se despide de sus padres, la mamá no quita ojo ni a su nene ni a mí, único acompañante del gordito, por si fuera un degenerado ( como el del chiste aquel de la chica que hace autostop ), imagino. El padre , mientras hace el ganso y se va a por tabaco, vuelve justo para decir adios al nene. Cuando el tren se ha puesto en marcha el chico abre parte de la cremallera de la bolsa que ocupa el asiento junto a mí y saluda a un bicho peludo que lleva dentro; todo lo que ocupa la bolsa es una enorme jaula con un bicho. Creo que ya nunca sabré qué animal llevaba el nene, pero le hacía carantoñas mirando de reojo. En la siguiente estación se sube otro grupo de estudiantes, heterogéneo sin duda. En mi compartimento sube un chico bien alimentado pero poco disimulado para mirar cuanto le choca ; y la bolsa del gordito de la gorra le choca un montón, mira a bolsa sin ver al bicho, como yo, y mira al dueño y se le abre la boca, así durante hora y media. Se me olvidaba, en la estación de partida también había en mi camarote un tipo que o era mudo o lo que aguantaba el tío. Finalmente aparece otro que pregunta, dada la amplitud de equipajes, si hay una plaza libre. Como varios llevamos los emepetres en las orejas, se habla con los ojos. Entonces va y se mete, él y tres bolsas de deporte más, un ordenador portátil en un maletín y dos perchas con trajes de buceo, que manda huevos, que estamos a más de 2000 kilómetros del mar más cercano.
Y los ríos aquí son marrones, que los tengo vistos.

Se conecta a internet y pasa olímpicamente del resto de la peña.
El chico boquiabierto se queda aún más cuando, tras no saber tampoco qué bicho es el que hay en la bolsa, observa al dueño de la gorra abrir lo que parece su libro de cabecera, por lo sobado que está : “ El diario de Bridget Jones ” . Ahora no sabemos qué bicho es más raro,si el de la jaula o el dueño.

El gordito es muy tímido y se da cuenta de que no pasa desadvertido y , tras hojear un poco el libro lo deja, se pone la capucha de la sudadera, con el vagón a 28 grados, y cierra la cremallera de la bolsa.

El boquiabierto y el gordito no dejan de mirarse, como para querer entender lo que está pasando. O para alguna otra cuestión que escapa a mi entendimiento.

A estas horas ya no se si es mejor dormirse o estar más atento porque la tensión se masca. El tío que no dice nada respira aún. Y poco más. El boquiabierto mira la pantalla del portátil y mira a dueño, y no consigue cerrar la boca. Entre la jaula, Bridget Jones y el portátil del submarinista, el muchacho no puede ni mirar el precioso paisaje verde.
Al final todos bajan antes que yo, nos quedamos el catatónico y yo, que los Iron Maiden me han pasado sus dos últimos discos por el cerebro en estas tres horas y media.

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