Parte de una historia

En los años cincuenta Águilas estaba dividida, como Nueva York, en barrios, pero en lugar de muchos distritos, había tan solo dos. El primero se aglutinaba en torno a la Glorieta, en la parroquia de San José, como en los tiempos medievales, allí donde estaba asentada la famosa Pava de la Balsa que, como tantas otras cosas, fue, como los travestis, cambiando de sexo y hasta de costumbres, que es lo suele pasar en la vida cuando pasa el tiempo. Si quisiéramos extender algo más el chicle de la población, podríamos decir que Águilas estaba dividida en dos parroquias. En torno al ficus de la Glorieta, a las sotanas y al toque de las campanas fueron discurriendo nuestros días hasta que alguien procuró el ensanche y la ciudad creció desde la puerta Lorca hasta el campo de El Rubial. Era la llamada huerta del Consejero, mágica para nosotros.

De una manera prodigiosa, como en las narraciones de García Márquez, aparecieron las mansiones de mi tío Alfonso, la de Anita Orts, la de Mena, el de los Navarros, la casa, grande y ajardinada, de Luis Muñoz Calero con sus Margaritas, el viejo caserón de Acción Católica con sus salas de juntas y su cine anexo con su emisora de radio –todos éramos romanos y apostólicos y aspirábamos a llevar roquete para beber el vino sobrante de las misas- y más tarde se construyó el garaje de Juan García, con su hijo Antoñín, viejo compañero de aula, a la cabeza del reparto mecánico. El ambulatorio de la carretera de Vera, junto al Caserón de Acción Católica, cerraba el cupo con las escuelas Nacionales a su vera.

En ese ensanche –no pasaban coches, no había tiendas, no había tráfico- discurrió buena parte de mi infancia aguileña, fuera pegando balonazos contra los recios muros de la casa de mis tíos, viendo nacer a mi primo Paco y a Roberto, el paralítico, corriendo por el jardín trasero, correteando hasta Langostino, el gato romano de la casa, viendo cómo se repartía el queso americano en bidones redondos, robando lechugas a la tía Manuela, robando cañas de los juncales para pescar en la playa, saqueando las ranas de la balsa de la Pacheca, algo más arriba, persiguiendo con escopeta de perdigones a las pajaritas de las nieves, sacrificando y desplumando gorriones en el matadero de la existencia, haciendo fumar cigarrillos a los murciélagos que abatíamos con cañas con pañuelo o trapo negro en la punta en la puerta de Domingo Molina y los Alcántaras –había uno que se llamaba para sorpresa nuestra Trinidad-, contemplando las proezas y hazañas de los abejorros peloteros arrastrando su pestilente carga, quemando troncos, ramas y papel en las hogueras de San Juan, jugando en el campo que nos habíamos labrado con nuestro sudor y esfuerzo junto al monte –más tarde Paco y Consuelo, que habían regresado de Venezuela, construirían allí su espléndida mansión- corriendo por aquellas praderas salvajes de las que exprimíamos hasta los árboles para conseguir –mi primo Máximo, el biólogo, parecía que iba para químico- colonias de las frutas amarillas que por allí brotaban.

Pero allí desplegábamos toda nuestra imaginación para ocupar el tiempo libre y desde allí, ahora recuerdo, construimos nuestras primeras cometas con suave y fino papel de colorines, incluso nuestros primeros relojes solares que poco servían para indicarnos hora y minutos, pero algo mejor que los que no llevábamos. Disponer de un reloj en la muñeca sólo le estaba reservado en aquellos días a unos pocos privilegiados de la fortuna pero teníamos la felicidad de vivir en un tiempo sin horas, en un tiempo sin tiempo y, por tanto, solíamos llegar tarde a todo, a la mesa para comer –con el disgusto delos padres- , a la clase después del himno falangista, a todas partes menos a la misa mayor del domingo, anunciada con tres largos toques de campana, con el aldabonazo del estropajo del jabón en las tiernas pieles, con la desaparición paulatina de la mugre acumulada a lo largo de la semana tras interminables correrías a las que nos sometíamos.

En el chalet enorme de mis tíos, había jardín posterior que daba a la inmensa selva amazónica. Higueras, palas, bancales en barbecho y otros con algodón, desechos, tomateras salvajes allí se acumulaban. Pero nosotros preferíamos la avenida principal. O acercarnos al Huerto Larrea, en donde seguíamos, tras los bancales de algodón, procurándonos aquellos primeros canutos huecos o cual costumbre eterna, jugar el enésimo partido de fútbol. O comer los frutos dulces y negros de los lirones o disfrutar de los espolones de los gallos de pelea que nos enseñaba Pepe Larrea. La huerta del Consejero fue feudo de nuestras correrías. Ahora, si me dejan soñar con los ojos abiertos, recuerdo una a una las habitaciones y dormitorios de aquélla gran mansión –todos seguidos, huyendo de la privacidad- y aquellos momentos curiosos en los que un Buik se paraba en aquellos sembrados, en aquellas calles no asfaltadas, sometidas todavía a la custodia de la madre naturaleza mientras Juan, el Mané, al que llamaban de forma desagradable El Zurullo, nos enseñaba los cientos de billetes de la República, inservibles a todos los efectos. La Águilas pequeñita se estiraba en segunda línea, buscaba nuevos barrios, crecía al mismo tiempo que nosotros.

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