Drácula

Un hombre espera, solo, en lo oscuro. Es una noche tormentosa, donde nubarrones densos combaten con el plateado fulgor de una luna lechosa, gigantesca, redonda y muerta. Hace mucho frío y el hombre patea el suelo helado del camino, flanqueado por masas negras de árboles altos que forman una impenetrable muralla. Se dibujan los perfiles atormentados de riscos y quebradas. No se ve una luz encendida.
El viento silba y, a ratos, ruge en la enramada. Coros de aullidos lobunos que van y vienen configuran con el fragor del viento un himno inquietante, de extrañas armonías.
El hombre es Jonathan Harker, y su misión es entrevistarse con un remoto conde transilvano en su castillo para ultimar unas transacciones.
De repente, entre las nubes de vapor de su respiración fatigosa, percibe la presencia silenciosa de un coche de caballos negro, tirado por negros corceles, y conducido por un embozado, envuelto en ropajes negros. Este le invita a subir, son un gesto. El hombre duda, y por fin asciende, tragado por la negrura total del interior del coche.
Así da comienzo el particular descenso a los infiernos de Jonathan Harker, llevado de la mano por su psicopompo particular, el conde Drácula….
¿Y a cuento de qué, se preguntará el lector, esta rememoración de la obra de terror gótico más famosa de todos los tiempos?
Se me ocurren muchas razones.
Empiezo con mis inclinaciones particulares en favor de esta magnífica novela, repetidas veces llevada al cine y al teatro, y que se está ahora mismo representando con el mayor éxito de público y crítica en el Centro Dramático Nacional de Madrid, en una espléndida adaptación de Ignacio García May.
Y es que, en medio de tanta bazofia vampírica como nos suministran las sagas continuas de best sellers y peliculones, para jovencitas núbiles que desean ser mordidas a toda costa, para niñatos petimetres que quisieran desesperadamente ser interesantes, y para toda suerte de tribus de góticos urbanitas, la obra clave de referencia que reúne las perfecciones del género sigue siendo esa novela epistolar del atormentado escritor irlandés Bram Stocker, redactada hace un siglo, y que tan mala fortuna le trajo, pese al apoyo entusiasta de críticos de moda de la talla de Oscar Wilde.
Cuenta también entre mis motivos la curiosa vigencia del tema vampírico como icono universal de la cultura de masas de nuestro tiempo.
Añado por último que la actual coyuntura política y social le dan plena vigencia simbólica al personaje, y sobre todo en España, con un Estado convertido en máquina expoliadora implacable al servicio de oscuros y enloquecidos designios, que poco o nada tienen que ver con el bien común.
La España de Zapatero es “la fiesta de los vampiros”, a imagen del “Baile de los Vampiros” de Roman Polanski, y hay que imaginar al pueblo, exhausto, reunido c on engaños y embelecos varios en la sala de baile del castillo ruinoso e imponente del vampiro, con este y toda su corte sedienta de sangre dispuesta a avalanzarse sobre sus víctimas para acabar de desangrarlas.
El mito, o acaso la realidad, del vampiro, hunde sus raíces en la noche de los tiempos.
La mitología de todos los pueblos, antiguos y modernos, habla de seres que vuelven de la tumba para alimentarse de cadáveres y arrastrar con ellos a los vivos, a los que devoran también, o convierten en monstruos a su imagen. El vampiro de la tradición es un cadáver animado por el demonio que lo posee con una vida antinatural, y que le otorga poderes sobrenaturales de los carecía en vida.
El vampiro literario surge a raíz del último periodo histórico de obsesión colectiva por los vampiros, en la Europa del siglo XVIII. Lo que rebrota en ese Siglo de las Luces como superstición popular, se convierte en motivo de inspiración literaria en la centuria siguiente, que es cuando se escriben las obras maestras del género.
Toda la vertiente nocturna, morbosa, de culto a la muerte, propia del Romanticismo, encuentra su expresión más lograda en el vampiro, que ya no es un mero monstruo que vaga por los cementerios, sino un ser tan refinado como seductor, tan ambiguo como irresistible, tan glamuroso como diabólico.
Entre el héroe romántico, enfermizo, apasionado hasta la obsesión, morboso sexualmente, seductor irresistible y arrastrado a la vez por una profunda e invencible pulsión de muerte, y el vampiro, que ya vive todas esas cualidades desde “el otro lado”, sólo hay un paso. El que media entre el héroe y su reflejo en el espejo.
Es así como los grandes vampiros literarios son trasuntos plenamente reconocibles de personajes históricos y reales, empezando por lord Byron, paradigma mismo del vampiro romántico, y siguiendo con el actor Henry Irving, el rey de la escena teatral victoriana, de quien fue representante, secretario y, en la práctica, esclavo, el propio Bram Strocker.
Es evidente que la vigencia del vampirismo en nuestra sociedad como elemento constitutivo de una moderna mitología (como los diversos superhéroes que pasaron a lo largo del siglo XX del cómic al cine) se apoya en los rasgos aportados al mito por esa literatura de la Edad de Oro del género.
El vampiro que revive en los sueños adolescentes de la juventud de medio mundo es un oscuro semidiós humanizado, incluso portador a veces de nobles sentimientos, como un sombrío caballero de la noche, con un invvencible atractivo sexual, con una insaciable sed de sangre y sexo, que filtrea con los símbolos y colores de la muerte, pero que representa una aspiración voluntariosa de perpetuarse, de vencer la propia aniquilación, aunque sea al precio de recluirse en una noche sin térnimo y de beber vidas ajenas.
Ese vitalismo transgresor lo convierte para cierta juventud en un modelo a imitar, apropiándose de su estética y hábitos, con la ilusión acaso no reconocida de llegar a convertirse un día en vampiros de verdad, en auténticos hijos de la noche.
Mientras tanto, en sus guaridas cavernosas, en sus covachuelas ministeriales, los vampiros genuninos se relamen y babean de anticipado gusto, sacando sus largas y negras lenguas…

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