El brasero

Ya se sabe que en Águilas, durante los meses de invierno, hace un frío fiero y siberiano, agudo y terrorífico. La nieve, cuajada y en copos, suele caer con tanta frecuencia y persistencia que es necesario, aun hoy, acudir a poner remedio a tales situaciones enojosas. En aquella época en la que brillaban por su ausencia las calefacciones y los aires acondicionados, el gas ciudad y los butanos, los termo estatos y otros objetos de la modernidad de la sociedad del bienestar, se recurría en verano al abanico o paipai para airear los cuerpos y ventilar los poros del rostro humano. Pero para socorrer el frío del cuerpo y la rigidez de los pies, nada mejor que solucionar tales problemas creando una habitación con mesa de camilla, faldilla y por supuesto el inevitable brasero, redondo caldero, presente en todas las casa de aquel reino plácido y tranquilo.
Más que un paraíso agradable y cálido, Águilas parecía una gélida estepa si nos dejamos llevar por las quejas de las madres, los reniegos de las abuelas, las peticiones de las criadas, las necesidades de procurarse un rincón caliente para combatir el dolor del callo, el frío de las zapatillas. Una casa no podía funcionar sin brasero y por tanto había que ir a comprar el negro material a Pepe, naturalmente llamado Pepe, el Carbonero, el padre de Antoñín, que más tarde se fuera a probar fortuna deportiva con el Real Madrid, y con Manolín, el único aguileño que no ha vuelto al pueblo en algunos siglos, pese a que con él horadé a balonazos la puerta del almacén de su propio padre, hombre de genio vivo, de fortaleza expresiva. Dueño de una honda cueva en donde se almacenaba la madera, los leños, el carbón, todo lo imprescindible para paliar los rigores de aquellas jornadas invernales.
Pero las madres unas veces nos mandaban que trajéramos los trozos negros de carbón, los tizones deformados, de trazos asimétricos, y en ocasiones el famoso cisco, siempre con la especulación al borde de los labios, tal como si se discute si somos clásicos o románticos, liberales o progres, del Pepé o socialistas, de si había que elegir una u otra forma. La verdad es que el brasero, una vez encendido, con sus teas crujientes, proporcionaba confort y reparaba las grietas que nos dejaban la humedad de los días, los vientos secos de levante pero había que saber prepararlo, enderezarlo. Y nos arrimábamos al fuego sagrado, escenario de muchas partidas de parchís, de muchas ocas, también de muchos sueñecillos a destiempo, sin control de la situación, ya que el brasero, que rendía bonanza y beneficio al cuerpo, tenía sus detractores y muchos de ellos avisaban de sus muchos peligros, de si este se había muerto a consecuencia de los humos inhalados, de si aquel que se había prendido fuego, de si había que estar pendiente de lo que se hacía por debajo de las faldillas, un mundo misterioso del que los novios procuraban sacar cierta partida. El brasero, fuera por su composición o fuera por sus derivaciones, formaba parte de los asuntos domésticos del día, tal como de fregar el suelo con bayeta y cubo, arrastrándose la mujer –la verdad no recuerdo a ningún hombre en ninguna ocasión- en su afán, mucho antes de que apareciera la fregona. Y daba lugar a fuertes regañinas y discusiones si, habiendo estado en estado de alerta y de erupción, cuando el señor llegaba y se encontraba que se había apagado el volcán y tan solo quedaban resquicios de su antiguo incendio. Porque saber dominar el brasero era todo un arte que se acompañaba de un buen saber con la badila, un instrumento de hierro o bronce que pasaba de mano en mano, sobre todo para el que le apretaba la necesidad y fortalecía, removiendo las teas, el fuego rojo. Otros usaban la pala para remover los cimientos de un monte candente en las bajuras, bullente en las alturas. Pero había que tener en cuenta que se debía evitar a toda costa los humos que nos hicieran lagrimear, los humos que nos pudieran mandar al infierno para el siempre jamás, pero cierto era que, pese a todas las recomendaciones, la estancia en el brasero, tras la comida, suponía un viaje a las delicias de la siesta y si había tedio en las noches, bien podíamos anteponer la antesala de los sueños en el altar del brasero, mucho antes que caer en las frías sábanas de aquellos días aguileños. Y había quien avisaba de los temibles incendios que ocasionaba el brasero mal apagado, lo que obligaba a lanzar una lluvia de agua a las teas para acabar con las brasas rojas para cuando se acercaba el final de la reunión. Pero no era infrecuente el fuerte olor de una suela quemada, de una goma que lanzaba al aire su aroma pestilente. El caliente brasero siempre nos acompañó en las frías y nórdicas tardes del invierno aguileño. Fue nuestro compañero en la preparación de los exámenes –a veces con nefastas calificaciones- y el que nos rindió fortaleza a los músculos, engarrotados por el peso macizo de un frío polar.

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