Maestros

No había pueblo en los años cincuenta y sesenta en España sin cura, médico y maestro, figuras institucionales, y si se trataba de Águilas, de dos curas (El de San José, que era el eterno don Antonio Sánchez Bernabé, y el de la iglesia del Carmen, el inagotable don Francisco Martínez Zapata), de médicos ( Enrique Martínez , Norberto Miras y don Clemente, recién llegado de Cuenca) y de varios maestros, concentrados casi todos ellos en las Nacionales, en la carretera de Vera, junto al ambulatorio, en el mismo lugar en donde hoy se asienta el colegio Urci.

Allí recalábamos tras haber iniciado el maltrecho aprendizaje en las monjas del Hospital, lugar de donde solo recuerdo algunas urgencias intestinales propias y ajenas, en especial una de mi primo Eduardo Fernández-Luna cuando salíamos de una de las clases, también evoco las gaviotas blancas que portaban las monjas en la cabeza cuando se movían de un lado a otro, algún rayo de luz fuerte (posiblemente tras haber dormido alguna siesta en el horario escolar) y poco más, porque no creo que pudiéramos retener nada salvo el color rayado de los baberos que nos servían de uniforme, los muros blancos del edificio, las arboledas del jardín central, una pequeña fuente en el centro y nada más, porque se nubla, con sus sueños infantiles, hasta el nombre de las profesoras de aquella escuela parroquial.

Del Colegio Nacional, antes de pasar a las clases privadas de don José Martínez Flores y doña Amalia –que habrán de tener capítulo aparte- tengo más grato y vivo recuerdo, alguno de ello incluso intenso.

Lo primero que me viene a la memoria son las filas que se organizaban para proceder a la entrada de la clase a las nueve de la mañana, la mano levantada, prietas las falanges marciales, para los cantos políticos (de letras enfáticas y retóricas de las que nada entendíamos) y la algarabía que se formaba para proceder a la subida de las dos escalerillas que conducían en el piso primero a muestras aulas masculinas que, visto desde la distancia, no eran precisamente túneles oscuros. Hasta los mismos ventanales llegaba la copiosa vegetación de las palmeras y plataneras que pugnaban por compartir con los niños –estábamos separados de ellas- las sabidurías de don Rafael Rivas, un hombre fuerte, alto, calvo, con una bola de billar en la cabeza, muy bien amueblada.

Un hombre de hablar rotundo que siempre me inspiró confianza, seguramente porque lo había visto hablar con mi familia, porque viviéramos cerca, o porque siempre se aproximaba, pese a su envergadura, con la sonrisa por delante. Y a don Mariano Campos y doña Manolita, finos, con eses castellanas, y atentos.

Los maestros de aquella época eran severos y amables, rigurosos y correctos, serios, formales y austeros, vestidos con trajes modestos, marcados por la estela de una guerra que había dejado secuelas en el alma. El más esforzado –aunque fuese de la ruta- era don Emilio Lázaro, siempre, cuando acababa sus clases, montado en su bicicleta, un artilugio que siempre le acompañó, incluso, ahora recuerdo, cuando rondaba los 90 años, casi como don Agustín Muñoz, otro profesor mío en el bachillerato, asimismo fiel a ese hábito que les permitió a ambos llegar a casi centenarios.

A don Emilio, que fue el primero que hubo de desmelenar mis fierezas de los siete años, lo tengo lejos de mis evocaciones escolares y académicas por razones oscuras o puede porque se me haya quedado fuertemente grabado el hecho de que Isabelita, mi compañera de estudios desde los diez años, fuera su hija huérfana –creo que no entendía bien el suceso luctuoso aunque me había llegado la noticia de que su mujer, madre de mi compañera, había muerto en el parto-.

Las escuelas Nacionales nos dieron escritura inglesa, cartillas, plumillas, tinteros, dibujos, gusarapos y muchos renglones pautados. Con lápiz y tinta negra, de trazos gruesos y de enciclopedias Álvarez que vinieron más tarde. También nos proporcionó en algún momento un poco de leche en polvo –agria y amarga y desagradable- y un jugoso y dúctil trozo de queso amarillo o azafranado –como la toga de los budistas- durante el recreo. Y el cacillo para gozar del líquido.

Y recuerdo, mucho más que la monotonía sin lluvia tras las cristales de las clases, la llegada la primavera, los gozos a María en mayo, todo el alumnado apretado en un salón engalanado por la parte contraria que daba, dentro del recinto, a la Huerta del Consejero. Y recuerdo una ceremonia algo confusa de flores y cánticos religiosos, de niñas y momentos serios en medio de aquella algarabía de jóvenes en agraz.

Y recuerdo también de los maestros del pueblo a don Joaquín Tendero, instalado en el mismo emplazamiento en donde está hoy el Pimiento, pero no asistí a sus clases. Allí iban sus sobrinos, Paco y Pedro Parra y otros amigos que no iban a las nacionales, el lugar en donde nos cobijábamos la mayor parte de los niños de un pueblo que no podía escolarizar a unas gentes que aparecían un día y desaparecían al siguiente.

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