A vueltas con el Carnaval

Todos sentimos una excitación creciente, un íntimo anhelo que cobra fuerza y definición en nuestro interior, una sensación de la proximidad, de la casi inminencia de una experiencia de plenitud, estimulante más allá de la mera diversión.

Es la misma ilusión que nos invadía de niños ante la promesa de un viaje, que borraría la rutina escolar del estudio y la aburrida casa de los padres, con una eternidad práctica de aventuras y descubrimientos, de pura magia en un escenario desconocido.

Así es el carnaval, con etimologías diversas, “Carrus Navalis”, o “Carnem Levare”, en latín “Quitar la carne”, que da en toscano Carnevale; etimologías que a veces revelan y a veces ocultan, y que expresan las dos vertientes complementarias del Carnaval: como plenitud, como éxtasis lúdico y lúbrico, como orgía y travestismo; y también como canto del cisne, como despedida de la vida, en la que se quita la carne, en todos los sentidos literales y figurados, y asistimos, descarnados, como desencarnados, al largo desierto de ascesis que habremos de atravesar con la Cuaresma o “Tiempo de la Ceniza”.

La mención que he hecho de las ilusiones infantiles ante la inminencia del viaje no es gratuita. El Carnaval es un viaje; un viaje de ida y vuelta que arranca en la momentánea clausura del orden y concluye en la paulatina y dolorosa recuperación y asunción del orden durante la Cuaresma.
Puede ser un viaje geográfico, si nos desplazamos a los enclaves privilegiados donde esta fiesta alcanza su esplendor máximo. Los que residimos en Águilas podemos tener aquí una formidable experiencia del Carnaval sin necesidad de hacer las maletas.

Porque ese viaje fabuloso que es el Carnaval no se efectúa en realidad ni por tierra, ni por mar, ni por aire. Es un viaje que no requiere desplazamientos materiales; es un viaje a través del espejo, al otro lado de la realidad.

El Carnaval es la escenificación colectiva de una viaje al más allá que se extiende por detrás de esa galería de trampantojos, rejas diversas, barreras y prohibiciones, que denominamos “La realidad”.
El Carnaval es una muerte simbólica a lo establecido, que se experimenta como un gozoso renacer a una plenitud mayor, a una autenticidad mayor, tan intensa que si durara siempre sería insoportable.
Es un asomarse al abismo insondable de la vida, y, a la vez, un despedirse de la vida.

Todo lo que en el hombre tiene auténtico valor, desde la música a la poesía o la filosofía, tiene una profunda conexión de fondo con lo trascendente, con lo religioso como experiencia de lo Sagrado.
Hay un religiosidad centrípeta, que se concreta en las grandes religiones establecidas, o en la intensidad y el rigor de las grandes creaciones del espíritu en el arte y en el pensamiento.

Hay también, más antigua y no menos importante que la anterior, una religiosidad centrífuga, que persigue la inversión en los dominios inabarcables de la pluralidad de las formas; una religiosidad que busca la iluminación en el laberinto y en la fiesta.

La una y la otra se complementan, como reflejo del movimiento cósmico de flujo y reflujo del Creador a la Creación, en la que se oculta y enmascara, y de la Creación, que se reconoce en lo divino, al Creador.

El Carnaval es una fiesta religiosa, de travestismo, enmascaramiento, ocultamiento y desvelamiento simultáneos, que escenifica una placentera, orgásmica, inmersión en el caos primigenio donde late o pulsa, viva y poderosa, nuestra raíz, nuestra identidad profunda.

Ese placer electrizante que proporciona la participación activa en la fiesta nace de la intuición de la inminente posibilidad de ese encuentro.

La filosofía del Renacimiento, totalmente imbuida de paganismo, lo expresa muy bien por boca de Pico de la Mirándola, en su “Oración por la Dignidad del Hombre”. En ella se afirma que la dignidad del hombre, superior a la de los ángeles, es la de poder ser lo que quiera ser, a diferencia del ángel, que no puede dejar de ser ángel.

La gloria del hombre se deriva de su mutabilidad. Es el espejo del universo. Puede vegetar como una planta, encolerizarse como una bestia, ser tan perverso como un demonio y tan racional como un ángel.
En su búsqueda azarosa, el hombre explora el universo como si se explorase a sí mismo, y cuanto más avanza en su propia metamorfosis, más es consciente de que todas sus máscaras reflejan en realidad una identidad única, y de que la unidad trascendente del mundo, sentida en la diversidad, es precisamente la condición para que esa diversidad no se le escape.

Pico lo expresaba poéticamente, crípticamente, en una de sus “Conclusiones Órficas”: “Quién no puede atraer a Pan, en vano se acerca a Proteo”.
Buscar al oculto Pan en el siempre cambiante Proteo remite al principio del “Todo en la parte”, o del “Uno en lo múltiple”.

Esa visión órfica de un universo pluralista y caótico en su apariencia es la que mueve inconscientemente las energías humanas que se derrochan en la fiesta.

Diversión, liberación, aventura, juego, exceso, pero, sobre todo, la ocasión para alcanzar un fugaz éxtasis mediante un fértil descenso a las tinieblas del alma, donde irradia su luz el sol negro…
Animo ahora al lector a que se ponga las máscaras más fantásticas e imaginativas, por encima de su máscara cotidiana. Si se mira a través de ellas en un espejo, se acabará reconociendo como quién es realmente, con alegría profunda y temor reverencial.

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